una furia—. ¿A qué vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arre allá, poca honra, que aquí no está tu puesto!...
— Vamos, señor San Pedro: abra, que se hace de noche. Usted siempre está de broma.
— ¿Cómo de broma?... Si cojo una tranca, vas á ver lo que es bueno, descarado. ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?
— Haga el favor, señor San Pedro: sea bueno para mí. Pecador y todo, ¿no tendrá un puestecito libre, aunque sea en la portería?
— ¡Largo de aquí!... ¡miren qué prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas á los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no sé cuántas bienaventuradas que aun son de buen ver, y ¡valiente ocupación me caería á mi edad! ¡ir siempre detrás de ti, sin quitarte ojo!... Márchate al infierno ó acuéstate al fresco en cualquier nube... Se acabó la conversación.
El santo cerró furiosamente el ventanillo, y el padre Salvador quedó en la obscuridad, oyendo á lo lejos los guitarros y las flautas de los angelitos, que aquella noche obsequiaban con albaes á las santas más guapas.