señor, kPilin, un granuja que apenas tenía un año y á quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir á un tiempo tantas órdenes contradictorias.
¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aun no había salido de su asombro al verse madre. Miraba á su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo á un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.
Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven señora era el pequeñín, juguete raro al que amaba con pasión inextinguible y que no se parecía á ninguno de los que formaban sus delicias cinco ó seis años antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban las cosas con facilidad, quedaba aún brumoso y sombrío el recuerdo de aquellos tres días de tormento, de espantoso potro, de susto y sorpresa más que de dolor, con la casa alborotada por sus berridos y el marido sudoroso, jadeante, con los lentes inseguros, preparando medicinas y riñendo por torpes