RUBÉN DARÍO
miento de la humanidad por el sacrificio y
por el escarmiento. Revivían en mi mente las
antiguas leyendas de mi tierra americana y
las autóctonas divinidades de los pasados
tiempos reaparecían en mis prosas combati-
vas y en mis estrofas amplias y sonantes.
«La historia del viejo ombú despertó el alma
de las tres razas que dormían en mí». Y el
viento de Europa, el soplo árido, al mover
mis largos cabellos, me infundió un nuevo y
desconocido aliento.
Y luego fué como un despertar, como una
nueva visión de vida. Comprendí la inutili-
dad de la violencia y el rebajamiento de la
democracia. Comprendí que hay una ley fa-
tal que rige nuestras vidas, instantáneas en
la eternidad. Supe, más que nunca, que nues-
tra redención del sufrir humano está sola-
mente en el amor. Que el pozo del existir debe
ser nuestra virtud del paraíso. Que el poema
de nuestra simiente o de nuestro cerebro es
un producto sagrado. Que el misterio está en
todos, y, sobre todo, en nosotros mismos y
que puede ser de sombra y de claridad. Y
que el sol, la fruta y la rosa, el diamante y el
ruiseñor se tienen con amar.112