RUBÉN DARÍO
rabelesiana o de roedor difunto. Allí, los in-
dispensables violinistas hacen bailar a las
hetairas, o heteras, que convierten en cham-
paña los luises de los gentlemen ciertos o
dudosos; danzarines de España, o de Italia,
o de Inglaterra, demuestran las tentaciones
de las jotas, garrotines, tarantelas, o gigues;
M. Berenger no estaría muy tranquilo desde
luego si presenciase tales ejercicios coreo-
gráficos, y sobre todo cuando las machichas
brasileñas y los tangos platenses son inter-
pretados con floriture montmartresa, exage-
rando la nota en un ambiente en que la pala-
bra pudor no tiene significado alguno. Pero
como esos centros no son para las niñas que
comen su pan en tartines, como aquí se dice,
están en tales fiestas a sus anchas quienes
vienen de los cuatro puntos del mundo en
busca del fabuloso París, eternamente renom-
brado como el paraíso de las delicias amoro-
sas y de los goces de toda suerte. A pesar de
lo que se diga, es para el amante de la diver-
sión y del jolgorio, para los derrochadores del
dinero y de la salud, un imán irresistible. El
chino en su China, el persa en su Persia, el
más remoto rey bárbaro y negro que haya
pasado por el paraíso parisiense, recordará
siempre sus encantos y pensará en el retorno.162