RUBÉN DARÍO
ees al par que ardientes ojos de Amelia, su
alegre y roja risa, su picardía infantil... diré
que era ella mi preferida. Era la menor; te-
nía doce años apenas, y yo ya había pasado
de los treinta. Por tal motivo, y por ser la
chicuela de carácter travieso y jovial, tratá-
bala yo como niña que era, y entre las otras
dos repartía mis miradas incendiarias, mis
suspiros, mis apretones de manos y hasta
mis serias promesas de matrimonio, en una,
os lo confieso, atroz y culpable bigamia de
pasión. iPero la chiquilla, Amelia!... Sucedía
que, cuando yo llegaba ala casa, era ella
quien primeo corría a recibirme, llena de
sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?»
He aquí la pregunta sacramental. Yo me
sentaba regocijado, después de mis correc-
tos saludos, y colmaba las manos de la niña
de ricos caramelos de rosas y de deliciosas
grajeas de chocolate, los cuales, ella, a plena
boca, saboreaba con una sonora música pa-
latinal, lingual y dental. El por qué de mi
apego a aquella muchachita de vertido a me-
dia pierna y de ojos lindos, no os lo podré
explicar; pero es el caso que, cuando por
causa de mis estudios tuve que dejar Buenos
Aires, fingí alguna emoción al despedirme de
Luz, que me miraba con anchos ojos dolori-12