RUBÉN DARÍO
cuales reconocí a las dos hermanas mayores,
se miraban melancólicos y oscuros sobre el
piano. A poco, Luz y Josefina: «¡Oh, amigo
mío, oh, amigo mío!» Nada más. Luego, una
conversación llena de reticencias y de timi-
deces, de palabras entrecortadas y de sonri-
sas de inteligencia tristes, muy tristes. Por
todo lo que logré entender, vine a quedar en
que ambas no se habían casado . En cuanto
a Amelia, no me atreví a preguntar nada...
Quizás mi pregunta llegaría a aquellos po-
bres seres, como una amarga ironía, a recor-
dar tal vez una irremediable desgracia y una
deshonra... En esto vi llegar saltando a una
niñita, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en
todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a
mí, y con su misma voz exclamó: «¿Y mis
bombones?». Yo no hallé qué decir.
III
Las dos hermanas se miraban pálidas, pá- lidas, y movían la cabeza desoladamente... Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como per-16