CUENTOS Y CRÓNICAS
— Gracias— le dije— no he probado nunca,
ni quiero probar el influjo de la «droga sa-
grada». Ni hachis^ ni el veneno de Quin-
cey...
— Ni una cosa ni otra. Es algo vigorizante,
admirable hasta para los menos nerviosos.
Ante la insistencia y con el último sorbo
de whisky, tomé la pastilla, y me despedí.
Ya eñ la calle, aunque hacía frío, noté que
circulaba por mis venas un calor agradable.
Y olvidando la pastilla, pensé en el efecto de
las repetidas libaciones. Al llegar a la plaza
de la Concordia, por el lado de los Campos
Elíseos, noté que no lejos de mí caminaba
una mujer. Me acerqué un tanto a ella y me
asombré al verla a aquellas horas, a pie y
soberbiamente trajeada, sobre todo cuando
a la luz de un reverbero vi su gran hermosu-
ra y reconocí en ella a la dama cuyo aspecto
me intrigase en el «réveillon»: la que tenía
por todo adorno en el cuello blanquísimo un
fino galón rojo, rojo como una herida. Oí un
lejano reloj dar unas horas. Oí la trompa de
un automóvil. Me sentía como poseído de ex-
traña embriaguez. Y, a partando de mí toda
idea de suceso sobrenatural, avancé hacia la
dama que había pasado ya el obelisco y se
dirigía del lado de las TuUerías.31