RUBÉN DARÍO
diado, desde muy joven, las ciencias ocultas.
Nombraba, con cierto énfasis, en las horas
de conversación, a Paracelsus, a Alberto el
Grande; y admiraba profundamente a ese
otro fraile Schawartz, que nos hizo el diabóli-
co favor de mezclar el salitre con el azufre.
Por la ciencia había llegado hasta pene-
trar en ciertas iniciaciones astrológicas y
quiromáticas; ella le desviaba de la contem-
plación y del espíritu de la Escritura. En su
alma se había anidado el mal de la curiosi-
dad, que perdían a nuestros primeros pa-
dres. La oración misma era olvidada con
frecuencia, cuando algún experimento le
mantenía cauteloso y febril. Como toda lec-
tura le era concedida y tenía a su disposi-
ción la rica biblioteca del convento, sus au-
tores no fueron siempre los menos equívo-
cos. Así llegó hasta pretender probar sus fa-
cultades de zahori, y a poner a prueba los
efectos de la magia blanca. No había duda
de que estaba en gran peligro su alma, a
causa de su sed de saber y de su olvido de
que la ciencia constituye, en el principio, el
alma de la Serpiente que ha de ser la esen-
cial potencia del Antecristo, y que para el
verdadero varón de fe, iniíium sapientias esí
íimor Domini.44