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La ilustracion iberica

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(CONTINUACION)

En cuanto a mí, he de confesar que las palabras de Emilia me supieron a gloria. ¡Quería decirse que en aquel Pombal misterioso, que yo contemplaba casi con miedo, tardes y tardes, desde la colina de enfrente, pensaban en mí, y me esperaban, y me querían... y me admiraban... por mis triunfos!

¡Pobres triunfos! No he hablado al lector (¡pobre lector!) de tales grandezas por lo poco que estas fruslerías importaban a la parte seria y digna de mi historia. Como una especie de escoria del trabajo interior de mi espíritu, salían a la superficie, sonsacados por las vanidades escolares, ciertos productos de una precocidad que el mundo no miraba como síntoma de lo que yo podía ser por dentro algún día, sino como habilidad y gracia y maravilla a cuyo valor real, inmediato, presente, se atendía tan sólo. Sí: en este concepto yo había sido apreciado desde mis primeros años como un niño precoz; y bien sabe Dios que, a no ser por ráfagas pasajeras de vanidad, excitada por los extraños, yo no me admiraba a mí propio; y todas aquellas precocidades me repugnaban casi, me daban vergüenza, prefiriendo yo el valor que atribuía a mis adentros a todas aquellas expansiones que a lo sumo eran disculpables.

Débil mi voluntad, por entonces, para esa pasividad en que ha de consistir la defensa del hombre que no ha nacido para los afanes ordinarios del mundo y que no quiere perder la originalidad y fuerza de su idea en una acción insuficiente, floja, inadecuada, me dejaba llevar por la rutina de maestros, condiscípulos, amigos y parientes, para los cuales un chico listo ha de dar a conocer que lo es mediante obras exteriores que sean imitación de las que las personas mayores llevan a cabo.

Dócil a sugestiones de este género, que no me llegaban al alma, yo figuraba en academias de estudiantes y allí me lucía: escribía a veces versos para el público, y se insertaban en revistas y periódicos locales o se leían en veladas poéticas. Si al principio, de los diez a los catorce o quince años, durante lo que yo llamo la edad épica de mi vida, tomé con algún calor estas nimiedades, de los quince en adelante, cuando empieza la edad lírica, procuré huir, en cuanto pude, de exhibiciones de ese género, y cuando no había modo de eludirlas sus resultados me dejaban bastante frío, como si aquellas habilidades fuesen de otro yo muy inferior a mí mismo; como si fuesen res inter alios acta.

De todas suertes, las palabras lisonjeras de Emilia Pombal resonaron en mi alma como una música espiritual, suave y dulce. Una emoción completamente nueva, poderosa, que tenía algo de los caracteres cuasi místicos de mis entusiasmos intelectuales y mucho de voluptuosidad sensual alambicada, me tenía embargado y absorto, como sujeto a aquellos ojos sombríos que se clavaban en los míos y gozaban de las miradas como un paladar que saborea un manjar exquisito.

A todo esto la señorita mayor de Pombal nos tenía parados en mitad de la quintana, sin acordarse de invitarnos a entrar en la casa blanca y verde, que ahora me atraía como ofreciéndome ignoradas delicias.

Mi madre y la robusta habladora de los ojos verdes se olvidaban hasta de andar, con aquella charla nerviosa, precipitada; y no sé cuánto tiempo hubiéramos estado de antesala... en la calle, si la conversación no hubiera llevado a las buenas amigas a hablar de Elena y de la tía... que no estaban en la quinta.

–No, señores: no están en casa: están en el prado Somonte viendo segar yerba y cargar los carros. ¿Quieren Vds. subir y tomar algo y que después vayamos a buscarlas? Es ahí, muy cerca.

Se decidió ir en busca de las otras damas antes de todo.

Mi madre se me cogió de un brazo, porque había que subir otro poco por la colina; y... ¡diablo de hembra!, Emilia, pidiéndome permiso con una seña clara, graciosísima, se me cogió del otro brazo.

Era tan alta como yo. Su brazo se apretó un poco contra el mío, sin escrúpulo, para apoyarse de veras. Era duro, redondo y echaba fuego, fuego dulcísimo. La cabellera abundante parecía más negra de cerca. Por el camino me acribilló a preguntas: hasta me preguntó si tenía novia. Yo estaba como una cereza. Mi madre reía.

–¡Qué novia, si es un hurón! –decía mirándome gozosa, segura de que todavía mi corazón no era más que suyo–. A eso vengo: a que me lo enamoréis vosotras.

–Eso allá Elena: yo ya soy vieja para éste.

Aquel vieja lo pronunció con tal acento y acompañado de tal mirada que fue como una provocación cargada de pimienta. ¡Vieja, y costaba trabajo contenerse y no hincar el diente en aquella carne blanca que debía de saber a manzana fresca, entre verde y madura!

Llegamos a la zarza que limitaba por aquella parte el prado Somonte, el cual doblaba, como un manto de terciopelo verde sirviendo de gualdapa a un elefante monstruoso, el lomo de la colina y se extendía por la otra vertiente en cuesta suave, en que brillaba, con sus puntas de esmeraldas, la yerba rapada, a los rayos del sol poniente.

Al otro extremo del prado, allá abajo, un