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La ilustracion iberica

grupo de mozos y mozas, robustos aldeanos de vistosos trajes chillones, amontonaban la yerba en altos conos, bálagos provisionales. Las yuntas pastaban a dúo cerca del carro, apoyado en su pértigo, uncidas para llevar el heno a la tenada entre chirridos y cánticos agudos de las ruedas y el eje, a trompicones por callejas arriba y abajo.

Junto a uno de los montones de la yerba apilada, apoyando la espalda en las peinadas hebras verdes y perfumadas, una dama, sentada en el santo suelo, leía, absorta en su lectura. Su cabeza era un rizo de plata, de una belleza venerable y melancólica, algo semejante a la de un árbol cubierto de las hojas secas que pronto ha de arrancarle el primer soplo del invierno.

Emilia nos presentó a su señora tía, que no sin disgusto dejó en el suelo Los Mohicanos, de Dumas; pero justo es decir que en cuanto reconoció a mi madre mostró sincera alegría, y, en cuanto a mí, se dignó contemplarme como a un verdadero portento a quien tenía vivos deseos de conocer y tratar. Tal dijo en un lenguaje exquisito, con una voz solemne y afectuosa a pesar de cierta circunspección aristocrática que ya debía de ser en aquella dama segunda naturaleza.

–¿Y Elena? –preguntó Emilia.

Una carcajada fresca, cristalina, que llenó de poesía el prado, el horizonte, el cielo, sonó detrás del bálago de yerba.

Clarín

(Se continuará)