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CUESTA ABAJO


(CONTINUACIÓN)

Sí: los filósofos, los poetas, los moralistas, etc., etc., que hablan como dictadores, que mezclan elementos de voluntad, de energía en sus ideas, las imponen más fácilmente. Hegel, en efecto, en su Lógica, por ejemplo, nos llega a convencer de que seremos unos pelagatos intelectuales, unos cualquiercosa metafísicos, vulgo y nada más que vulgo, si no preferimos lo que él dice y quiere que sea la verdad a lo que el sentido común nos sugiere. Tal vez la famosa cuestión kantiana, la que es base del moderno escepticismo más o menos disimulado, la cuestión del fenómeno y del noúmeno, no pueda resolverla la humanidad nunca en un sentido satisfactorio para el valor real de la razón... sino por un acto de voluntad: no queriendo dudar de la correspondencia de lo representado con la representación. Schopenhauer debe gran parte de sus triunfos tardíos a su dandysmo filosófico, que se funda en un desdén, querido con constancia, de las ideas contrarias a su sistema.

Pero ¿qué más? El secreto del triunfo inmenso de todas las grandes religiones históricas está en los actos de fe, que no son en suma más que otros tantos martillazos de una voluntad de hierro descargados sobre el cráneo, de hueso al fin, de la mísera razón humana.

Todas estas dudas, estas negaciones desconsoladoras, de que se queja el hombre moderno, el fin del siglo, ¿son racionales propiamente? ¿Ha dudado o ha negado cada cual por cuenta propia?

¡Ay, no! Ni mucho menos. Así como la Iglesia se encargaba y se encarga de pensar por cuenta de sus fieles y afirmar por ellos, así el escepticismo y el materialismo, etc., etc., de unos pocos, lleva la cura de almas de una infinidad de pobres diablos que si se condenan no será por culpas de su intelecto. ¡Bajar a beber al fondo de las ideas, que es un abismo, cuando es tan fácil pedir en el camino un poco de agua a los que suben con el ánfora llena! Lo malo es que como los del ánfora saben que los otros no bajan... pueden ellos no bajar tampoco y fingir que sacan de lo hondo el agua que puede ser de los arroyos de la superficie.

En fin, cualquier joven reflexivo habrá observado que muchas veces se ha dejado deshacer sus ilusiones racionales por una afirmación, o negación, rotunda de un pensador famoso; y esto sin más que la fuerza de voluntad acumulada, como electricidad, en la negación o en la afirmación misma.

Yo, jóvenes pensativos, os aconsejo, como ligero alivio a ese tormento de que tan poco se habla y que es tan doloroso y tan frecuente, que consiste en la tortura causada por los grandes pensadores y los poetas tristes y desengañados, que son los que nos quitan las ilusiones que podrían reverdecer hasta bajo las canas y al borde de la sepultura; yo os aconsejo que os apliquéis a examinar con rigorosa lógica las doctrinas que destruyen vuestros ideales en los libros de los grandes maestros.

Es cuestión de química intelectual: separad los elementos racionales, propiamente racionales, de la mezcla sentimental y prasológica; no admitáis esa especie de opio que la voluntad mete en las ideas para darles eficacia comunicativa. ¡Mirad, oh jóvenes de corazón robusto y generoso, que muchas veces, cuando creéis estar meditando... estáis amando!...–

Así hacía yo aquella tarde de mi cuento. Para mi corazón el desgraciado solitario de Recanati era una autoridad muy fuerte.

Leopardi no hacía más que quejarse... y a mis ojos estaba argumentando.

Lloraba, y me convencía. Y entonces, después de correrse aquel triste velo oscuro de que hablé más arriba, fue cuando llegué a las lamentaciones que el pastor de Asia dirige a la luna, su compañera de inútil aburrimiento. Como en un pozo, volví a caer de cabeza en mi ordinaria congoja, volví al estado normal de aquella mi triste convalecencia de alma; mas ahora caía en aquel marasmo desconsolado con un dogma poético, con una leyenda metafísica para mi aprensión nerviosa: la fuerte cadena de toda una filosofía didascálica me amarraba al fondo de mi desesperación de adolescente enfermizo. Yo iba creyendo aquello que decía de la infinita vanidad de todo el poeta, como si fueran demostraciones matemáticas sus quejas: debía de parecerme a los discípulos entusiásticos y candorosos de aquella primera filosofía jónica que era mitad poesía mitad fantasía reflexiva. Así como aquellos Tales, Anaximenes, Anaximandros, Heráclitos, etc., etc., decían que todo era agua, o todo era aire, o todo era fuego, el pastor de Leopardi y yo decíamos, como si lo viéramos, que todo era hastío. Encontrar el mundo inútil a los diez y siete años es un gran dolor. Tal vez no se cura de este mal por completo nunca. Cuando muchos años después creí en la vida, y hasta fui a votar a los comicios, y cuidé mi hacienda, aunque poca, y hasta jugué algún albur en la banca de la suerte a la carta del progreso, y me decidí a escribir un programa de Estética, dividiéndolo, por supuesto, en parte general, especial y orgánica; todas estas cosas, y otras muchas por el estilo, las hice yo con un poco de comedia que procuraba ocultarme a mí mismo. Desde aquellas primeras tristezas serias de mi adolescencia, siempre que estoy contento me encuentro cierto aire de actor. Una voz secreta y melancólicamente burlona me dice: –

¡Ah, farsantuelo! –y otra voz también secreta, y tal vez más honda, me dice:

–¡Haces bien, cómico! ¡Adelante!

Si estas memorias, o lo que sean (pues ya fuera de cátedra no creo apenas en los géneros), cayesen en manos de uno de esos literatos eminentemente romanistas, arianos, como dicen ahora algunos críticos judaizantes; en manos de uno de esos literatos que, ante todo, en toda clase de arte aman la arquitectura, y en el plan de toda obra ven como lo principal un plano; si tal aconteciera, digo, el tal literato notaría que ya había perdido el hilo lastimosamente, que todo me volvía digresiones e incoherencias.

Había empezado, en efecto, por decir que a los diez y siete años era Narciso Arroyo, el que suscribe, un chico sin novia, a no ser que contáramos a la Virgen María... y después salto a Leopardi, al ateísmo poético, etc., etc.: ¿qué orden es éste?

Sepa de una vez para siempre el Zoilo hipotético que yo soy germanista, que soy un latino que en esto de despreciar la arquitectura literaria me acerco a las leyendas de Odino y a los poemas caóticos de los primitivos sajones y demás hombres del norte.

El orden lo llevo yo en el alma: no es cuestión de literatura, es cuestión de conciencia. Yo aseguro que hay orden en todo lo dicho y basta. Leopardi y la Virgen María... ¿qué tienen que ver una cosa con otra? ¡Bah! Para la historia de mi espíritu, mucho. Yo, en el tiempo a que me vengo refiriendo, hacía a mi manera (de que ya hablaré) compatibles mis tristezas metafísicas, mi bancarrota universal, con las creencias católicas, o que por tales tenía mi relativa ignorancia. Yo creía, como tantos otros creen, que porque tenía el símbolo de la fe tenía la fe. No sabía que si mi catolicismo hubiese sido fuerte como el de un creyente de la edad media, verbigracia, mis tristezas no llegarían hasta la raíz del mundo. Pero, en fin, entre contradicciones, de que a ratos tenía conciencia en forma de remordimiento, yo me llamaba católico, y era casi místico, en el sentido de cuasi visionario. El culto de María, no externo, pues éste desde la lejana infancia no había vuelto a tenerle (fuera de las oraciones que mi madre me había enseñado poco después de nacer); el culto de María, interior, poético, vago y misterioso, era uno de mis pocos consuelos de entonces. Mi madre y la Virgen eran, en rigor, las únicas ventanas por donde yo veía entonces un poco de cielo azul. A veces, en horas de exaltación, yo había casi creído en la proximidad de una aparición de María. Pues bien: al terminar la lectura de aquellas quejas del pastor oriental a la luna, entre las lágrimas de compasión infinita que me inspiraba Leopardi, el pastor, la luna, el rebaño, el mundo entero... yo mismo sobre todo... como un engendro del llanto y de la caridad, nació en mi alma esta extraña idea: –La Virgen debió presentarse al pastor de Asia: ella, tan amiga de aparecerse a los pastores, a los adolescentes solitarios del campo, que meditan, en la somnolencia de su inocente vida, debió presentarse, apareciendo detrás de la luna, al mismo pastor de aquellas soledades y bajar hasta ponerle en el corazón una mano, con lo cual bastaría para explicarle el porqué del mundo, el porqué de las vueltas de la plateada rueda, como llamó a la luna nuestro Fray Luis de León, un pastor de almas que llevaba a María dentro del pecho. ¡Pobre Leopardi, pobre solitario de Recanati, alma llena de amor infinito y que no encuentra objeto para tanto amor, pues no hay enfrente de su cariño... no más que una infinita vanidad!

¿A quién mejor que al pobre poeta, joven, casi niño, tan capaz de comprenderla, tan capaz de amarla, tan inocente en su dolor, en su negación dolorosa; a quién mejor que a este ateo bueno, a este huérfano del alma podía aparecerse María?

Y puesta a disparatar mi fantasía calenturienta, ayudada por mi corazón pasmado, llegué, al ocurrírseme aquellas cosas, que no eran blasfemias ni sacrilegios, dada la pureza de mi intención, llegué a desear volver atrás el curso del tiempo y resucitar a Leopardi, y hacer que la Virgen se le apareciera y le consolase.