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EL HOMBRE DEL VIOLIN

L; casa para donde me mudé, nada tenía de có- moda y resguardada. Solamente era más alta y más clara que el primer piso de la calle del Sol.

Ya debía ser vieja; los techos iajos y el piso car- comido temblaban al arrastrar las zapatillas. Por los agujeros de la alfonibra, las cucarachas saltaban de noche en rebaños, en busca de alimento. Pero por la mañana la cosa variaba; rompía alegremente el sol cemo un compañero holgazán, y en el parapeto del balcón, las palomas del ebanista venían a arrullarse y a besarse, con ese movimiento coquetón de cabeci tas graciosas en que parece vivir todo un mundo de pequeños secretos de boudoz7.... Un tallo de laurel rosa florecido llamaba a las abejas, abriéndolas las co- rolas rosáceas en un cándido aroma de besos; y en anfiteatro, ensanchándose desde la Baixa hasta la cima de las colinas, de una banda, y hasta el azui del río, de la otra, el caserío de la ciudad, sacudidos los últimos vapores de la noche, exhibía sus fachadas blancas, monótonarmente cortadas de ventanas, sobre las cuales los techos caían en pirámides alargadas, y

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