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IX

LA CAMISA

La antros de Londres eran en aquel tiempo re- buscados, no habiendo Cromwell hallado verdu- go que destroncase la cabeza del buen rey Carlos,

Había llegado la última hora del mártir y nada de verdugo aún. Todo el día los guardias atónitos, los fámulos y los grandes personajes del país habían ad- vertido la lucha sorda de ese hombre de hierro que, mudo y lívido, paseaba por el gran salón de pala- cio.

A media noche, el último agente llegó sin haber encontrado el brazo que se pedía para colaborador de la horca en la obra del asesinato, En taburetes de encina forraJos de cuero de Córdoba con clave- tería y relieves dorados, los grandes patriotas vesti- dos de luto empalidecían en el silencio lúgubre del recinto, siguiendo en el rostro del protector todo un <iclón de refrenadas cóleras, Y antes de que hiciese una señal, un viejo recio y de anchos hombros se levantó y con tranquila voz y gestos de honesta bo- nachonería dijo:

—;¡Seré el ejecutor de la alta justicial...

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