FIALHO D' ALMEIDA
Cronwell ni siquiera miró para él y golpeando la mesa dijo:
—Mañana, a las cinco...
Como sombras envolviéndose en una tela blanca, los patriotas salieron lentamente, embozándose en las capas. Llovía y del cielo carbonoso, rasgado de zorres y fachadas góticas, una melancolía fúnebre extendía las alas silenciosamente, en ese misterio parduzco que es terrible como la muerte. Al día st- guiente, a las cinco, el verdugo estaba en su puesto, vestido de rojo, con medio antifaz en el rostro, barba puntiaguda y Llanca sobre el pecho, Y la cabeza de Estuardo cayó ante el Vaux-Hall repleto de gente e indeciso de neblina.
—Bien, dijo Cronwell: ¿qué deseas en pago del servicio que prestaste? Los erarios están exhaustos, pero pide el oro que te apetezca. La invernada des- truyó las cosechas y mató de hambre a los ciervos, pero dí los dominios que deseas... En Londres hay palacios maravillosos que no pertenecen al Estado y serán tuyos si los escoges. ¡Habla, pues!...
El viejo sólo quería una cosa, Y al formular ese deseo único, los patriotas temblaban, temiendo ser expoliados.
—¿Cuál? dijo Cronwell,
El estuvo sin hablar algún tiempo y después dijo:
—Has de darme la camisa del decapitado, empa- pada como está en la sangre que de él corrió...
— ¿Nada más?
—Nada más...
Cronwell no secontuvo y no pudo menos de decir:
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