FIALHO D'ALMETODA
ño que se había despertado en un rincón, quiso agua y como yo tenía el frasco lleno, púseselo en la boca.
—Va a dormir otro sueño, su mayorazgo, díjele fiendo...
Y él siempre expresándose por los ojos pene- trantes, con sus haricitas afiladas y la boca fría muy pequeña, mirábame cara a cara sin decir palabra. El padre dijo entonces:
—Cansado de la jornada, no habla. ¡Granuja!...
Acariciábale el gabán con un gesto suavecito de ama seca, enderezándole las piernas y poniéndole la capa envuelta, en forma de cojín por debajo del cuerpo. Y abierta la bolsa del tabaco, preparó un cigarro deforme. Extendióme los bártulos después de haberse servido...
—¿Fuma?... .
—Después de comer solamente, gracias; —res- pondí.
-—-Como yo, tal cual, de muchacho. Ahora fumo a todas horas. ¿No le molesto, no?
—¡No faltaba más!...
La llanura era rasa y desnuda; algún grupo de pi- nares erguía en negro la figura consternada, sobre el naciente desvanecido en la eonmoción de la ma- drugada, donde el lucero del alba brillaba como un girasol de zafiro, goteando hilillos de claro de Juna...
—El señor es alemtejano, dije yo, a ver si enta- blaba conversación.
—Vivo hace muchos años allí.
--—¿Casado?...
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