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LA CIUDAD DEL VvIiCI0

burgo en derredor... En fin, una tarde, el pueblo, que mendigaba desamparado en las calles, royendo tronchos en las sombras de los portones señoriales o: acurrucado salmodiando en las escaleras de los mo- nasterios, oyó por las gargantas de los cañones, entre morteros y banderolas, baraunda de aristo- cracia rodando en berlinas de corte, alabarderos de tricornio y quitasol, literas y palafrenes en marcha, que los encuadernadores acababan los primeros vo- lúmenes de la versificación regia; y en los monu- mentales carruajes pintados de erotismes a lo Wat- teau vendrían por la ciudad camino del palacio, a la solemne entrega de la famosa elucubración del poeta reinante.

En la cola del séquito, balanceado en las correas de la pesada y alta carroza bordada, decía el mar- qués Fulgencio a la preciosa marquesa adornada de marabús:

—¡Espantosa la obra del rey, mi primo!... Como ejecución ¡qué colorido bilioso!... Por los fondillos rotos de la rima se ve la carne muerta del ideal... ¡Y qué enmarañada fecundidad, buen Dios de Isaac y de Jacob!... ¡Ah nunca podrán apreciarla bien sin tijera y peine!...

El Rey Menelao era magnánimo, fué magná- nimo en todo los días de su reinado. Ante las súpli- cas de los que en chusma afluían cotidianamente a las puertas del palacio, en ese tiempo de miseria lívida,

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