LA CIUDAD DEL VICIO
bate, iba desembarcando en desorden, con el arco al hombro, las flechas a la cintura, a saltos sobre las frescuras de la arena blanda y salada. De pie sobre el trirreme, iba el rey pasándoles revista, perezosa- mente, asqueado del hedor que exhalaban, pregun- tando si el pueblo era aquello y en fin de cuenta ya diciendo mal de su idea...
Nadie de la corte le había querido acompañar, ni el menestral, ni el Marqués Fulgencio, lo cual amár- gó su benévola alma de niño, pueril, desequilibrada, sin firmeza, al mismo tiempo Lkidalga y pusilánime... Lanzado en plena campiña, el banquete tenía sim- plicidades de menú, de tal manura rústicas y nu- tritivas que la gente de pies descalzos comenzó pronto a murmurar, en una rabia de hambre esti- mulada por las emanaciones del lago... Para embu- char un bocado de pan con medio litro de vino, no valía la pena salir de casa y mucho menos de la ciudad; ¿qué diablo de rey era este pelagatos que no se explicaba al menos con dos dedos de ternera?... Los gritos de ¡carne, carne! pusieron sobre aviso al monarca; fué forzoso mandar degollar los bueyes que había en los establos de la granja... Como los coci- neros del Palacio, orgullosos de su ciencia y de su jerarquía, no habían querido embarcar, los convida- dos, arremangándose y blandiendo cuchillos, decidie- ron hacer ellos mismos la cocina... Y la romería ganó con estos episodios de efecto imprevisto, desórde- nes. earniceros, alegrías feroces de gula insaciable, como en una caravana de nómadas...
Por toda la planicie, encendían hogueras, subían a
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