FIALHO D"*ATLMETDA
los árboles para cortar leña, degollaban y abrían por el vientre corpulentas reses colgadas en los ramajes del pinar; entre las cabelleras viscosas de los mato- rrales, en la exuberancia de las hierbas, aquí y allá, veíanse salir mujeres en busca de agua, llevando cántaros a la cabeza; por detrás de las rocas, en los macizos acebuches de romero silvestre, de lechos de campanilla, de malvavisco y de trébol, lánguidas pa- rejas irrumpían so capa, arreglándose furtivamente las ropas en el desorden del amor compartido. Y Me- nelao, paternal, refregaba sus manos prelaticias gru- ñendo:—¡Ah, so picarones; suena la hora de aumen- tar población!...
Abriendo pipas que sin cesar chorreaban,: otros bebían por grandes escudillas, con los ojos turbios y la cara congestionada, arengando con la oratoria de las tabernas y de los mercados... Pero el olor de la carnaza asada entre dos piedras, que comenzó a de- rramarse por el campo, trajo los primeros desenfre-- nos del apetito; los gritos y áullidos redoblaban; grupos de gentío, dando vivas al Monarca, agitando ramos y harapos, iban en danzas de La Africana, medio obscenas, medio bárbaras, delante de la tien- da regia, desenrollando serpientes con amplias pers- pectivas, en una zambra (1) de remolinos y berri- dos, a los que se mezclaba el bajo sonido de los pies
(1) No quiero traducir literalmente la palabra que en este párrafo—como en algún otro de pasaje de este libro—emplea Fialho d'Almeida— «charivari»-—porque es un galicismo imper- donable, que tiene su equivalencia en cencerrada o zambra,
aunque podría autosizarme con Azorín, que así tituló uno de sus primeros libros. —/N, del 7.
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