LA CIUDADDELVICIO
matábame de sed y me enloquecía de amor... ¡Po- bre quincallera rubia!... Tamaña ferocidad la poseía ante esos frutos voluptuosos y cálidos, que una vez engullóse los huesos y salió para el cementerio...
En su nicho, como lección a los incautos, virides- cente melocotonero todos los años se carga de fru- tos, brotando de ese cuerpo que fué vaporoso como tina desnudez de Fragonnard y blanco cen la inex- plicable blancura que se diría hecha con las primeras nuances de la hortensia, plumajes del. vientre de las cigiieñas y corazones de rosas blancas...
Como peregrino que va de lugarejo en lugarejo y de cabaña en cabaña, en busca de alguien que se le escapa, así de bordón y esclavina como la bella doña Auzenda, yo me aventuro por esos campos y tierras, echando la siesta en los moli- nos, conviviendo con los bueyes leales, pernoctan- do en las eras bajo el mirar de las estrellas, pasan- do a vado los ríos, cruzando carreteras y detenién- dome a coger en las horas de sed tórrida los ma- droños bravíos de las espesuras... Esta existencia de gitano me reconforta y me endurece. Tengo la piel tostada, crecida una gran barba y los músculos de las piernas y los brazos estirados como un acero de recio temple... Como el córneo cacho de pan de los cavadores y la sardina arenque con una bota de vino alemtejano encima... No leo periódicos; lo cual ex-
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