FIALHO D'ALMETDA
montes de roca, irrumpen pájaros entre los peñas- cos calvos; los jazmines dan flores en espiguillas lar- gas; asciende la viña por encima de los árboles, vis- tiendo los troncos con pámpanos esplendentes; es- tán hinchadas, metálicas y redondas de follaje, las higueras picadas por los primeros caparrotas... Y al margen de las riberas, en las tierras grasas y fango- sas, los melonares se expanden en frutos de meridia- nos finos, trazando de antemano las bellas tajadas que han de partirse en las sandías rojas y frescas, y en esos ricos melones de olor, que en las comidas de ceremonia a «anta persona seria han comprometi- do... Después, calabazas, «frailes», descansando en el heno al borde de los regatos y picando la mono- tonía de los surcos celulares que van rastreando en la tierra reseca de las huertas... Todos los po- mares maduros y naranjos floreciendo en frutos nuevos y- mostrando aún celgantes los frutos vie- jos; la interminable colonia de las ciruelas y pasas; los albaricoques de pieles blandas y eontactos ater- ciopelados; la pera ventruda y monótona de cáscara; la guinda y la cereza tan pintorescas y picantes para el paisaje y para el paladar... ¡Y cerrando el certe- jo... los melocotones...
Adoré a una mujer que gustaba de ellos y tenía una gracia infinita al morderlos con sus blancos dien- tecitos de roedora... Si cogiéndole la barba con la punta de los dedos, dulcemente la forzaba a inclinar- se toda en el respaldo de la silla, para depositar al- gún secretito irritante en la concha rosada de la ore- ja, su boca roja goteante de los jugos perfumados
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