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LA CIUDAD DEL “VI1CI10

Toca ahora llenar las cestas... Algunas de las mo- zas entraban en las viñas a coger hojas de parra pa- ra adornar de guirnaldas las cinturas finas, las cabe- zas rubias y las porosas tripas de los cántaros ára- bes. Y a parejas, ondulando las caderás, iban su- biendo la cuésta, llenas de esperanza y radiantes de sueños, y el rumor de los cánticos fluctuaba en el aire tranquilo de media noche, en cuya limpidez San Juan benévolo, extendía sus manos llenas de prome- sas...

Rosario no bajó de la heredad hasta la una; ¡la gran perezosal... ¡Y solita fué por entre los ár- boles con una palidez de audacia que le sentaba bien... Todo en el monte quedara durmiendo; el padre es- tirado en la era; la madre roncando en la alta cama de matrimonio, los rapaces encima de las gavillas de trigo, los bueyes echados d.bajo de las encinas del prado... Sólo dos novillos, casi bueyes hechos, retoza- banenijos henos, empujándose, apelotonándose, hur- tándose los cuerpos vigorosos, con una alegbía de titanes en bacanalt.. Y todos blancos, mansísimos y perfumados, diríanse príncipes encantados, olvida- dos de sus palacios de oro, en aquella metamorfosis exigida por alguna vieja+hada gruñona...

Rosario estuvo aún un momento mirándolos. Era el novillo de la vaca MMorisca, más la movilla del ve- cino Pedro, pastor de la próxima heredad...

—¡Diaño! dijo ella riéndose consigo misma, el cántaro en la cadera; ¡tan pequeñitos y ya ena- morados... Ñ

Y cantando descendió la ladera... ¡Qué'luna lucía y

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