FILAL.HO OD ALMETODA
—Estaba durmiendo y se hizo tarde. —,¿Sabes, moza, que si encontrara yo por ahí al- guno, no le dejaba comer más pan ¡Así Dios me
—¡No hay miedo, hombrel No tienes más que
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A medida que al través de las bruscas interpela- ciones de Pedro, ella le sondeaba los recelos adivi- nando + culto en que él la tenía, iba recobrando so: siego... Sintiéndole entonces vencido, dejando ver en las amenazas sordas los celos que le abrumaban, era Rosario quie: hablaba alto ahora, ufana de su fe- licidad, y oréfillosa de dominar. Así estuvieron re- costados en el brecal de la fuente, inmóviles, miran- do sia pestañear uno para otro, come si ya hubiesen dormido juntos... En derredor, las ovejas empare- ji banse, sobre ia hierba, aquí y allí, hartas del pasto de ta noche y cansadas de dar cabriolas por los riba- zos. Vigilantes en las lejanías de la fipsta campestre los dos mastines iban y venían, calmosos y tropezo- res, haciendo tintinear enormes cáibleras erizadas de pinchos y olfateando los matorrales, oído alerta, en asechanza...
—Ya hablé otra vez con tu padre, dijo Pedro.
— El año va malo, aventuró la muchachita; sa- biendo lo que él iba a decir.
¿Y va a quedar uno así toda la vida?...
—¡Ay, uol... Pero quien busca casa, necesita qué meter dentro. Tú biendo sabes, Pedro. Aunque una criatura sea pobre, sí, nadig se casa sin tener algún arreglito. Aquí, por mi parte, poco falta.
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