LA CIUDAD DEL vICcIO
jos; no andaba un alma viviente y era tana desho- ra... Entonces, mirándose a sí misma, reparó que esta- ba con el cuello y los brazos desnudos, las primeras redondeces del seno asomando... En esto los no- villos blancos rompieron en la pradera a cabriolás y saltos...
— ¡También! dijo el pastor... Y sobre las losas de la fuente quedóse inmóvil, bebiendo el aire a sorbos las narices temblorosas, la circulación de la sangre de novillo en las formas atléticas que tenían a la lu- na destellos soberbios de musculatura...
Las últimas ovejas ya habían bebido y aun por dos veces. Pedro sumergió en el agua santa el gran cubo de cobre para llenar el cántaro de Rosario. Trémula y muda, la muchachaacercábasea él sin osar mirarle, temiendo la primera palabra, cualquier osa- día permitida por ei abandono del sitio. Eran casi de la misma edad, habían jugado de niños desarrapa- dos y trigueños, rodando por la hierba, con esa alegría salvaje de los que conviven largo tiempo con el ganado, y sin saber lo imitan en sus cabriolas... Sin el menor resabio de amargura, la voz de Pedro díjole:
— Ayer estabas hablando con el boyero del Mon- te del Trigo... ¿Dices que no?...
—Estaba, si. La hermana andaba enferma. Y co- mo es una rapaza de mi edad...
—Y ahora ¿para qué.viniste sóla a estas horas? Dí, anda.
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