FIALRO D'ALMETDA
al cual ningún remedio arrancaba mejoras, siempre lo mismo, siempre lo mismo, no pronunciando pala- bra, no respondiendo al médico ni al menos dejan- do ver una página siquiera de lo que hacía por fue- ra...
—-¿Cómo está? preguntó el mozuelo indicando al de Chellas el bulto, de soslayo.
—Dicen que se vá...
Y. tan lacónicamente pronunciada la sentencia de muerte, dió alivio al pequeño, que muy bajo, para sus adentros, se atrevió a decir: ¡menos mall... como si el mundo le quedase abierto por cerrarse aquel nicho...
Permitíase a aquella hora la entrada en la enfer- mería, y mientras, con esmeros postizos, los mozos alisabar la ropa a los protegidos, rehaciendo los dobleces, llegando a las camas las sillas de cabece- ra y poniendo como un ascua las escupideras; —per- sonas de la calle, tímidas, paseando los ojos de cama en cama, en busca de su enfermo, iban entrando re- celosas, las mujeres sobre todo, de tanto hambre acostado. Los que en la vida aún tenían personas allegadas, viejos padres o maridos, hermanos, ami- gos, compañeros de casa o de fábrica, levantaban los ojos para la mampara, en espera de un rostro conocido, que les viniese a sonreir y a hablar. El im- posibilitado permanecía en la misma actitud de dos años, indiferente a lo que pasaba, en un egíosmo
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