LA CIUDADDEL VICIO
cudiendo el iris de sus alas turbulentas... Cada coro- la sería un nido y una fucsia cada insecto bico- lor... En las colmenas de las huertas, abejas irían haciendo pacientemente catedrales de celdillas, rojas y góticas, con el perfume de todas las flores y la dul- zura de todos los néctares... Un dios coronado de hojas, crinés al viento, risa de auroras, Baco por los racimos del carcaj, medio hombre y medio mons- truo, esculpido en los ingertos de las cepas, entre hojas de parra y cañaverales, o en los harapos de la niebla, a la hora en que el sol se esconde tras de las cordilleras, esparciría sobre la naturaleza ebria la magnificencia de sus gracias sin par... Y en el extre- mo de la aldea, a la puerta de la casucha terrosa, la viejuca de rueca erguida en el regazo de las sayas, haría bailar el huso en los dedos, lejos del huso y de la rueca, sin embargo, con e: pensamiento en su viejo del hospital llorando por eso mismo. ¡Ah, Dios del cielo!... ¿Qué sería de las vacas, de las plantacio- nes de repollo, del patatal y de la jumenta parida?... Y campo adelante, recogiendo espigas, con el som- brero ar.cho y la canción en los labios, él veía a la gentualla trepando, serpenteando, corriendo, y que- daba entristecido de estar preso, de verse enfermo, ¡espectador de tantas miserias y de tantos dolores...
Así estuvieron callados, sonó una hora en el re- loj de cuco de la enfermería, y el mozuelo, atento al de las navajadas, le veía la inmovilidad del cuerpo ahogado en ropa hasta los cabellos, y el quebrárse de la postura, siempre la misma, vacía y muerta. Dábale un miedo álgido aquel hombre tan quieto,
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