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bajo de su voz, oprimía por la dureza, venía en gra- nizada cortando respuestas y lamentos, entristecien- do más al pequeño, y poniéndole en los dedos y en la espina dorsal, la frialdad cruel del miedo...
—No todos habrían esperado como él, tres sema- nas así... ¡Era abusarl... Y que si la cosa era para tarde, 10 tendría remedio sino tomar otro, Rico mío; —decíale enterrando la cabeza en los hombros, con su brusco movimiento ascensional de espaldas: —¡Cuesta mucho... pero no hay más remedio que marcharse para la tierra!...
Reprendíale como de cestumbre, por la debili- dad física; la miseria de los huesecitos «jerrengados, la carne blanda que cedía postrada al más ligero es- fuerzo, canillas de brazos, pecho hundido, amarille- ces de una sabandija... Y su carne triunfante v co- lorada, que la hartura de la mesa regalaba y mante- nía, escupía desprecios áridos a esa miseria de chi- cuelo chupado que se doblaba en cobardías de jun- Co... ¡Servía para eso, no, diablo!... Y viéndole lá- grimas, temiendo que hubiesen reparado, hablaba en voz alta, suavizando la expresión al decir:
—Cúrate, deja. Con descanso y tiempo aún lle- garás a ser un granadero...
Y quería reirse; al reirse era hediondo. Por fin sacó el bolsillo; miró en derredor para que lo vie- sen; revolvía entre las «medias coronas» nuevas, ha- ciéndolas tintinear; y una a una dejóle caer sobre las sábanas, cinco que tintinearon llamando la aten- ción de toda la casa: personal y enfermos... Los que estaban cerca hicieron un rumor de admiración. sim-
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