LA CIUDAD DEL VicCcI10O
negocio, cómo había” comenzado en la calle de los Vinagres, con la “ténducha de la esquina, en socie- dad con otro; y cómo había subido poco a poco, siempre con honra, afortunadamente. En un sopor, el otro escuchaba, mirando por encima el revoltijo de la enfermería, tanpintoresca por los visitantes que entraban y “por el barullo de voces que se cruzaban... El tendero, entonces. para lisonjear a tan precioso oyente, habló de las enfermedades del tiempo, de la sabiduría de los enfermeros, tan entendidos que lle- gaban a volver tarumba a los cirujanos... Y por pri- mera vez el funerario tuvo un gesto de conformidad y dijo majestuosamente, sacudiendo el delantal: —Sí, SÍ...
—¿Duraría mucho todavía la enfermedad del ra- pazuelo?...
—Según y conforme, —dijo el enfermero... Y con un aire profundo: —No se puede prever... Luego, por consiguiente, puede estar un mes, dos...
—:;Dos! dijo Pinto con espanto.
—Tres o más. Conform-... Va mejor, va mejor...
Pero Pinto ya no le atendía. ¡1)os meses! Y se en- caraba con el mozuelo duramente, como si le estu- viesen robando...
El pequeño se lamentaba coz la cabeza baja:
—Que por su voluntad no estaba allí... Si el se- ñor Pinto creía que era un encanto la vida del en- fermo... ¡Ah, él no tenía la culpa, por su desgracia, no tenía la culpa!...
Pero el tendero, sin atender, volvía a la carga, atacando, haciéndose oir. Y el tono seco, cerrado y
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