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DAVID COPPERFIELD.

Aunque estaba muy interesado en el resultado de aquel diálogo, no pude menos, al mismo tiempo que lo escuchaba, de observar á mi tia, á Mr. Dick y á Juanilla, así como completaba tambien la inspeccion de la habitacion en donde nos hallábamos los cuatro.

Mi tia era una mujer de elevada estatura y cuya fisonomia tenia algo de duro, aunque no de desagradable. Habia en su rostro, en su voz, en sus ademanes y hasta en su modo de andar, una especie de inflexibilidad que me explicaba perfectamente la impresion que debia producir en una criatura dulce y tímida como mi madre; pero, á pesar de su austeridad, sus facciones eran mas bien hermosas que feas. Noté sobre todo que tenia una mirada viva y brillante. Sus cabellos, ya canos, se dividian en dos grandes bandós. Su papalina, mas sencilla que la que se lleva hoy dia, se ataba debajo de la barba. Su vestido estaba mas limpio que una patena; el talle ceñido y corto; parecia vestida en traje de amazona, pero cortada la falda, como una cosa superflua que estorbaba. En su cintura se veia un reló de oro de hombre, con una cadena y sellos. Al rededor del cuello llevaba una cosa muy parecida al cuello de nuestras camisas, y en los puños mangas de hilo.

Ya he dicho que Mr. Dick era un hombre de cabellos canos y tez rosada. Añadiré solamente que su cabeza estaba siempre inclinada, no por la edad, sino por las genuflexiones que hacia. Sus ojos saltones brillaban de tal modo que esto, unido á la sumision á mi tia y á la alegria infantil que le causaba un cumplimiento, me hicieron sospechar que era un loco. Pero ¿cómo estaria aquí si fuese loco? me pregunté.

No sabia qué pensar. Vestia como casi todo el mundo : un levitin corto, chaleco y pantalones blancos. Llevaba un reló en el bolsillo y dinero, pues lo hacia sonar dándose golpecitos en el chaleco, como si estuviese orgulloso de hacerlo ver.

Juanilla podia tener de diez y ocho á diez y nueve años; era una muchacha lindísima, aseada y fresca. Mas tarde supe que mi tia la habia tomado á su servicio como tomaba todas sus criadas, que componian una série de chicas educadas expresamente en las ideas del celibato, y que, sin embargo, casi todas acababan por casarse con el panadero de casa.

Como aseo, el salon era digno de mi tia y de Juanilla. Antes de describirle, dejo descansar un momento mi pluma para no perder ningun detalle. Aspiré la brisa del mar, que llegaba impregnada á mí del aroma de las flores. He visto el antiguo mueblaje limpio y lustroso, el sillon inviolable de mi tia y su velador apoyado á la ventana, la alfombra, el gato, el canario, el vasto armario receptáculo de todo un ejercito de platos y botellas, el sofá, yo mismo, en fin, tendido, sucio, cubierto de harapos, y observando todo cuanto pasaba á mi alrededor.

Juanita acababa de salir para preparar y calentar el baño, cuando me alarmó la actitud de mi tia, que, indignándose de pronto, llamó á su criada y le dijo con una voz casi ahogada :

— ¡Juanita! ¡los burros!

La criada acudió á estas palabras, bajó las escaleras de cuatro en cuatro, y atravesó en un momento el jardin.

Dos burros, montados por dos damas, habian tenido la osadía de profanar con su pezuña un prado pequeño, cubierto de yerba, que habia al otro lado de la verja del jardin.

Juanilla suplicó á las señoras que se retirasen, y mi tia, que habia seguido á su fiel doméstica, cogiendo del ronzal un tercer borrico, le echó fuera, despues de haber administrado un par de pescozones al desgraciado caballerizo de aquella cabalgata, que era un pobre chico de mi edad.

Mi tia, segun creo, no tenia el menor título que legitimase su pretension á la propiedad de aquel prado; pero estaba persuadida que era suyo, y para el caso era lo mismo. El mayor ultraje que se le podia hacer, ultraje que pedia una venganza inmediata, era el paso de un burro por el sagrado terreno. Cualquiera que fuese la ocupacion doméstica que reclamase sus cuidados, por interesante que fuese la conversacion, si llegaba un burro, se interrumpia el curso de sus ideas y mi tia se abalanzaba sobre el profano animal.

Como armas ofensivas y defensivas, tenia una porcion de palos escondidos detrás de la puerta. Unas cuantas regaderas llenas de agua estaban de reserva en un rincon del jardin, para poder vaciarlas sobre los buches que mostraban la terquedad de volver sin cesar á la carga; y como los burros son animales sumamente testarudos, quizás por eso tomaban gustosos aquella direccion.

Lo cierto es que antes de que se dispusiese el baño, hubo tres alarmas, y que el tercer ataque, mas serio que los anteriores, estuvo á punto de