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DAVID COPPERFIELD.

vive en un barco, aunque en tierra firme,-está habitado por personas que son la prueba fehaciente de su bondad y abnegacion. Os juro que os encan- taria conocer esa familia.

- ¿ Lo creeis asi ? me preguntó Steerforth; pues bien, lo mismo pienso yo. Efectivamente, la cosa merece un viaje, sin contar el placer de viajar con vos, de conocer esas gentes y vivir en su intimidad.

Mi corazon palpitó ante la esperanza de un nue- vo goce. Pero miss Dartle, que no habia cesado de echarnos miradas de fuego, colocó esta insidiosa interrupcion, que contrastaba con el tono emplea- do por Steerforth al hablar de aquellas gentes :

- Ah! exclamó, realmente?Con que son lo que decis?

- ¿Qué quereis dar á entender con eso? ¿y á quién aludis? preguntó Steerforth.

- A esa especie de gente. Son realmente ani- males ó seres de otra especie que nosotros? Es todo lo que desco saber.

- Se me figura, continuó Steerforth con indi- ferencia, que entre ellos y nosotros hay una dife- rencia. Carecen de nuestra susceptibilidad nervio- sa ; su delicadeza no sufre con las pequeñeces que la nuestra... Son asombrosamente virtuosos, segun parece... al menos esa es la opinion de muchas personas, y no quisiera contradecirla. En cuanto á mi, lo único que pretendo es que esas personas no tienen una naturaleza sumamente refinada y que deben agradecer al cielo, que les ha dotado de un alma que está al abrigo de un arañazo como la ispera epidermis de su piel.

- ¿Realmente? preguntó miss Dartle, que te- nia una afeccion parlicular por este adverbio. Me complaceis mucho. Es consolador que esa clase de personas no sientan, como nosotros, euando su- fren. Mas de una vez me habian contristado; pero no me inquietaré en lo sucesivo. Os debo agrade- cer el que hayais aclarado mis dudas. No sabia, y ahora sé. He tenido una buena idea dirigiéndoos esa pregunta, ¿ no es verdad?

Y despues de haber dicho esto, salió; mistress Steerforth la siguió.

Me habia figurado que Steerforth habia hablado como lo hizo por pasar el rato, y me esperaba que seria el primero en convenir en ello asi que nos viésemos solos, pero se contentó con pregun- tarme qué me parecia miss Dartle.

- Tiene talento, le respondi.

- ¿Talento? preguntó Steerforth. Es el talento mas absurdo que he conocido en mi vida. Trata de ser cada vez mas satirica, y si sigue asi no sé dónde irá á parar.

- ¡Qué cicatriz lan singular he notado en sus labios! dije.

Mi observacion, que cra al nismo tiempo una pregunta, hizo arrugar el entrecejo á Steerforth, y despues de haber vuelto en si silenciosamente me respondió :

- Yo soy el autor de esa cicatriz.

- ¿Algun accidente desgraciado, sin duda?

- No; cra un niño, me irritó y le tiré un mar- tillo á la cabeza... Debia ser yo un angel de bondad en aquella época.

Senti en el alma haber sacado aquella conversa- cion.

Pero Steerforth continuó:

- Ha conservado la señal como veis, y con ella bajará al sepulcro... si es que va á descansar en una tumba... pues dudo que Rosa halle reposo en ninguna parte. Es hija de un primo de mi padre, y quedo huérfana al poco tiempo de enviudar mi madre, que la ha recogido para que le haga com- pañia. Posee dos mil libras esterlinas, y añade los intereses anuales de esta cantidad al capital. Os he contado toda la historia de miss Rosa.

- No dudo que os quiere como á un hermano, mi querido Steerforth.

- ¡Hum! exclamó mi amigo mirando la lum- bre; hermanos hay que no son sumamente queri- dos, y no obstante no pagan con la misma mone- da... Pero ya basta, Copperlield, aqui tencis un excelente licor casero que deseo probeis. Y al cabo de algunos minutos Steerforth habia vuelto á su antigua serenidad revestida de sus encantadoras formas.

Al té, cuando vi á miss Dartle, no pude me- nos de nirar su cicatriz con doloroso interés : no tardé en observar que cra la parte mas suscep- tible de su rostro. Cuando palidecia, lo primero que se alteraba era aquella señal, imprimiendo una linea de plomo en toda su extension, como una raya hecha con tinta invisible que se acerca al fuego.

Miss Rosa jugaba una partida de tric-trac con Steerforth, y emtre ambos se suscitó un pequeño altercado... Crci que Rosa iba á desmayarse, pero se contuvo, y solo vi una linca de plomo que resal- taba al lado de la palidez de su rostro.

No me sorprendia la adoracion de mistress Steer-