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DAVID COPPERFIELD.

Se acercaba tanto á mi tia, que le arrugaba el vestido.

- Todo está perfectamente convenido entre nosotros; se ha comprendido todo, Trot, prosiguió mi tia; no se vuelva á hablar de ello; ven å mis brazos, y mañana, despues de almorzar, iremos al tribunal eclesiástico.

Antes de acostarnos seguimos aun hablando. Mi cuarto se hallaba en el mismo pasillo que el suyo; en el trascurso de la noche despertóme dos ó tres veces alguien que llamaba á mi puerta : era mi tia que á su vez se despertaba con el ruido lejano de las ruedas de un coche que marchaba.

- Trot, me pregumtaba, ¿habeis oido? no han gritado fuegol no es el ruido de las bombas?

Hácia la mañana dormia mas apaciblemente, y ya no volvió á turbar mi sueño.

A eso del medio dia nos dirigimos al despacho de los Sres. Spenlow y Jorkins, en el barrio de los Doctors' Commons.

Como mi tia ereia que en Lóndres cualquier hombre que la codeaba era un ladron, me confió su bolsillo, que contenia algunas guiñeas y mo- nedas sueltas de plata.

Nos detuvimos un poco en el famoso almacen de juguetes de Fleet-Street, para oir sonar las doce y ver á los dos gigantes de San Dunstan tocar en la campana del reló.

Atravesábamos la calle cuando de repente vi que mi tia apretaba el paso con aire asustadizo.

Noté al mismo tiempo que un hombre mal ves- tido, que momentos antes nos habia mirado con alencion, nos venia siguiendo, y se acercaba tanto å mi tia, que le arrugaba el vestido.

- Trot, mi querido Trot, me dijo en voz haja, temblando y apretándome el brazo, ¡no sé qué hacer!

- No tengais miedo, le respondi, no hay por