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DAVID COPPERFIELD.

bir algunas tazas de té de su mano, ademas del placer melancôlico de quitarle mi sombrero desde la portezuela del faeton, pues se puso à la puerta, con Jip en los brazos, para vernos partir.

Inútil describir lo que fué para mí aquel dia el tribunal del almirantazgo, donde, al ver sobre la mesa el ramo de plata, emblema de su alta juris- diccion, crei leer en él el nombre de DORA.

El domingo siguiente crei por un momento que Mr. Spenlow me invitaria aun á pasar el domingo en su casa de campo : se me figuró cuando partió sin mí que permanecia abandonado en una isla de- sierta.

¡Qué pensamientos me asaltaron despues, ha- ciendo que estudiaba una causa interesante, sobre todo aquellas en que se trataba de casamiento, pa- labra que significaba para mi la dicha celestial, porque en ella cifraba mi mas dulce esperanza!

Todo lo asimilaba á Dora, y para ella, por ella sola, y no por satisfacer mi vanidad personal, com- pré en ocho dias cuatro magnificos chalecos, una docena de guantes de color de canario y tres pares de botas tan apretadas, que las debo todos los ca- llos que me han salido en los piés.

Con semejantes botas habia un gran mérito en andar el camino que media entre Lóndres y Nor- wood, donde no tardé en ser tan conocido como los postillones.

Aquellos paseos no me impidieron recorrer, con igual perseverancia, las elegantes calles de la capi- tal, los bazares, los parques y todos los sitios en que creia encontrar á Dora.

En cfecto, halléla algunas veces, aunque sien- pre acompañada de la inseparable miss Murdstone.

¡Ay! iqué desgraciado era al pensar que no le habia dicho nada á propósito o que pudiese reve- velarle el ardor de mi pasion!

Asi esperaba una segunda invitacion de Mr. Spenlow... pero en vano, no recibi ninguna.

Mistress Crupp debia hallarse dotada de una pe- netracion muy grande... Solo hacia algunas sema- nas que estaba enamorado, y aun no habia tenido valor para escribir á Inés mas que estas palabras : « He ido á casa de Mr. Spenlow, que solo tiene una hija... » Digo que mistress Crupp debii hallarse dolada de una penctracion extraordinaria, y digo esto porque ya lo habia adivinado.

Una noche que estaba yo de muy mal humor y que ella misma sufria de su espasmo, mistress Crupp se acercó á supliearme que le diera algunas cucharadas de cardamona con siete golas de esen- cia de clavo de aleli, ó en defecto de esta pocion, un poco de aguardiente, bebida con que se con- tentaria, segun dijo, a pesar de que no le era grata al paladar ni tenia la misma virtud que la pocion. Apenas si conocia el nombre de cardamona, pero en cambio tenia tres ó enairo botellas de coae en mi despensa. Le di una copa, que bebió delante de mi, como para probarme que no hacia ningun uso malo de aquel remedio, y me dijo:

- Vaya, señorito, animo; no quiero veros asi, tengo corazon de madre. Casi estoy segura de que hay por medio alguna jóven.

- Mistress Crupp... añadi poniéndome colorado.

- ¡Oh! Dios mio! dijo, á qué desesperarse? Si rehusa soureiros, no es ella la unica que hay en el mundo. Tened conciencia de lo que valeis.

- ¿Quién os hace suponer, mistress Crupp, que hay una mujer por medio, para hablar como lo ha- ceis? le pregunté.

- Mr. Copperficld, replicó ella con tono casi severo, he aposentado y cuidado de otros jóvenes que no sois vos. Un jóven puede cuidarse y acica- larse demasiado ó demasiado poco; puede gastar mas ó menos estrecho el calzado; eso puede de- pender del temperamento natural del lhombre%; pero cualquiera que sca el exceso á que se entre- gue, lo cierto es que hay una mujer jóven de por medio, en cualquiera de los dos casos.

Mistress Crupp meneó la cabeza con tanta segu- ridad, que no tuve valor de negar, y ella pro- siguió :

- El jóven qne murió aqui antes de que vinic- rais vos, estaba enamorado de una jóven empleada en una tienda : en mi calidad de madre os repito que no os desanimeis. Si la que os ha encantado os rehusa una sonrisa, no es la única en el mundo. Sabed lo que valeis.

Y á aquellas palabras, afectando tener cuidado de la botella de aguardiente de que le habia echado una copa, me dió las gracias con una reverencia majestuosa y se retiró.

Aun no habia desaparecido cuando yo ya me habia apercibido que se habia tomado demasiadas libertades conmigo; pero al mismo tiempo le agra- deci haberme dado aquella leecion indirecta para que fuese mas precavido en lo venidero y no ven- diese mi secreto.