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DAVID COPPERFIELD.

-¿ Quereis decir Dora?

- Ciertamente.

- Cómo, Inés, respondi con cierto embarazo, ino os he confesado que Dora lo es hasta cierto punto? Trato de buscar, en verdad, una expresion dificil y no la hallo; pues no quisiera por nada de este mundo que se interpretasen mis palabras con- tra su privilegiada naturaleza... Si, yo soy excesi- vamente irresoluto, ella liene en cambio una timi- dez que se asusta de todo... Hace tiempo, antes de la muerte de su padre, creiconveniente participarle mi situacion de fortuna... Oid, vale mas que os cuente esta escena detalladamente.

Y conté á Inés lo que habia pasado á propósito del arte de cocina, la leccion de las cuentas, del arreglo de la casa, y eleétera.

- ¡Oh! Trotwood, me dijo Inés, os reconozco tan precipitado como de costumbre. Sin duda te- niais razon; pero á qué asustar á una jóven cari- ñosa, timida y sin experiencia, sin tomar la menor precaucion, sin prepararla á ello? ;Pobre Dora!

Jamás una voz mas cariñosa expresó una so- licitud semejante; aquello fué como si la hubiese visto abrazar á Dora con ternura y admiracion para protegerlá de mi carácter brusco. Era como si yo hubiese visto à Dora con su inocente fascina- cion acariciar á Inés y agradecerla por sus bon- dades.

¡Ah! cuán grande fué el reconocimiento que senti hacia Inés; admiréla tambien, al ver, a tra- vés de una perspectiva encantadora, aquellas dos mujeres que eran amigas intimas y se adoraban mútuamente.

¿Qué debo hacer, pues, Inés? pregunté dó- cilmente y sin temer que me riñesen.

- Pienso que lo mas conveniente seria eseribir å las tias de Dora. No pensais vos mismo que es indigno de vos y de vuestro candor el pretender clandestinamente la mano de Dora? En vuestro lugar escribiria á esas señoras, aceptaria de ante- mano todas sus condiciones, les manifestaria fran- camente todo lo que ha pasado y solicitaria el per- miso de visitarlas de tiempo en tiempo, rogándoles al mismo tiempo que acordasen de comun acuerdo con Dora el momento en que podria presentarme en su casa sin herir ninguna conveniencia... No seria demasiado vehemente, no exigiria demasia- do... tendria confianza en mi fidelidad, en mi per- severancia y... en Dora.

- ¿Pero si ellas fuesen á asustar otra vez á Dora, ó esta les respondiese solo llorando y no hablase en mi favor?...

- Eso no es probable. Ademas, reflexionad aun, consultad con vuestra tia... ó quizás vale mas con- sultar solo con vuestra conciencia, y si es de mi opinion... seguid la inspiracion de vuestra con- ciencia.

Ya no me quedaba, pues, ninguna duda.

- Queda convenido, Inés, exclamé... Y ahora hablemos de vos, de vuestro padre.

Pero en el mismo momento abrióse la puerta y vi asomar á la madre de Uriah.

A partir de aquel momento, con una inoportuni- dad profundamente calculada y dictada por el mis- mo Uriah, que de vez en cuando venia á relevar á su madre, mistress Heep, bajo uno ú otro pretesto, no nos dejó mas solos.

Horrible espionaje que algunas veces tomaba la forma de la obsequiosa prevencion, de la afeccion, pero que no quisimos rechazar, pues Inés y yo, de comun acuerdo, nos habiamos propuesto no rom- per abiertamente con aquellos con quienes desgra- eiadamente se habia unido Mr. Wickfield.

Uriah se las compuso de tal modo, que no me fué posible verle hasta la hora de comer; pero alli, una vez que Inés se hubo retirado para ir á prepa- rar el té con mistress Heep, fui testigo de una esce- na que me reveló que Uriah se creia ya bastante indispensable á los ojos de su antiguo jefe para manifestar altamente su última esperanza. Despues de haber propuesto insidiosamente varios brindis, á los que Mr. Wickfield no podia excusarse, Uriah exclamó :

- Vamos, mi querido socio, es preciso coronar todos estos brindis con otro mucho mejor : os pido permiso para brindar en honor de la mujer mas di- vina de este mundo.

Mr. Wickfield lo comprendió lan bien, que le vi que dejaba su vaso encima de la mesa, alzaba los ojos hácia el retrato á que Inés se parecia tanto, se llevó la mano á la frente y se quedó anonadado en su sillon.

- Soy un individuo bien humilde para propo- ner semejante brindis, prosiguió Uriah, pero la ad- miro... la adoro.

Si hubieran pegado á aquel anciano delante de mí, no hubiera yo sufrido uma sacudida mas terri- ble que la que experimenté al adivinar el dolor moral que le agobiaba.

- Inés, continuó Uriah sin mirarle, ó ignorando