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DAVID COPPERFIELD.

los viajeros, con quienes no tuve valor de sentarme á la mesa, por mas que mi estómago me pedia alimento á grandes voces. La parada aquella no interrumpió las chanzonetas, pues un caballero con una voz ronca, que durante todo el camino se habia atracado de salchichon y dado sendos besos al cuello de una botella, pretendia que yo era una especie de boa, que en una sola comida devoraria lo suficiente para vivir un dia entero. Y á renglon seguido, para ser fiel con su sistema de no viajar sin provisiones, sustituyó el salchichon con un pedazo de carne cocida que cortó él mismo.

Habiamos salido de Yarmouth á las tres de la tarde, y debiamos llegar á Lóndres hácia las ocho de la mañana. Nos hallábamos á últimos del verano : hacia una noche hermosísima. Al pasar por algun pueblecillo trataba de figurarme lo que ocurria en el interior de las casas, y cuando los chiquillos corrian tras la diligencia para montar en la zaga algunos instantes, me preguntaba si aquellas criaturas tendrian padre y si serian felices en sus casas. Podia dar campo ancho á mi imaginacion, sin hablar del punto á donde iba... asunto que se prestaba á mas graves comentarios que los otros. Algunas veces mi imaginacion me conducia al hogar materno, á mis primeras sensaciones de la niñez, á la ternura de mi madre y de Peggoty, y por último á aquella contienda en que habia mordido á Mr. Murdstone.

La noche fué mucho menos agradable, pues aumentó el frio. Sentado entre dos caballeros — uno de ellos el que me habia comparado al boa — estuve á punto de ahogarme por lo mucho que me apretaban cuando se dormian. Dos ó tres veces no pude menos de llamar su atencion; pero como esto les despertaba no lo hallaban de su agrado. Enfrente de mí iba una señora anciana que, envuelta en una gran capa con pieles, mucho mas que una mujer parecia en medio de la oscuridad un haz de centeno. Viajaba con un cesto, y como por el momento no sabia qué hacer de él, pretestando que mis piernas eran cortas, acabó por ponerlo debajo de mis piés. Fuéme, pues, imposible estirarme ó encogerme; pues si el menor movimiento mio hacia que sonase un vaso que iba en el cesto, la dama me enviaba un puntapié, al cual añadia este apéndice :

— ¿No puedes estarte quieto?...

Por fin despuntó el dia, y mis compañeros parecieron gozar de un sueño mas plácido y ligero, sin compañamiento de terribles ronquidos, que durante toda la noche habian sido para mi un verdadero tormento. Acabaron por despertarse unos despues de otros, y aun recuerdo mi sorpresa al oirles decir á todos que no habian podido conciliar el sueño. Esa sorpresa se renueva aun hoy en dia, y he notado invariablemente, aunque sin darme cuenta de ello, que de todas las debilidades humanas, la que menos queremos reconocer es la de dormirnos en una diligencia.

¡Qué maravillosa aparicion fué para mi Lóndres visto á cierta distancia! La proximidad de la capital dió de repente gran realidad á las aventuras de mis héroes favoritos, que todos ó la mayor parte habian acudido allí á probar fortuna. Sí, pensaba, ¡hé aquí esa ciudad que abunda mas que otra cualquiera en prodigios y crímenes de toda especie! Esta frase debo haberla retenido de alguna novela; pero no viene á cuento citar aquí todo mi monólogo que acabó en el barrio de White-Chapel : á la hora señalada la diligencia nos dejó en la posada donde se hallaba el despacho de billetes. No puedo decir si el parador era el del Jabalí azul ó el del Toro azul, pero lo que sí recuerdo es que por muestra tenia un animal azul.

El mayoral me miró así que bajó del pescante, y dijo en la puerta de la administracion : — ¿Hay por aquí alguien que reclame un niño llamado Murdstone, de Blunderstone, condado de Suffolk?

Nadie respondió una palabra.

— Os ruego que pronuncieis el nombre de Copperfield, le dije con un aire que daba compasion.

— ¿Hay alguien que reclame un muchacho inscrito bajo el nombre de Murdstone, de Blunderstone, condado de Suffolk, y que responde al nombre de Copperfield? Vamos, ¿no hay nadie? añadió el mayoral.

No, no habia nadie. Echaba miradas inquietas á mi alrededor, pero la tal pregunta no llamó la atencion de ninguno de los que allí habia, excepto de un hombre que llevaba unas polainas, que era tuerto y que sugirió la idea de ponerme un collar de cobre como á un perro y de atarme en la perrera.

Apoyaron la escalera contra la diligencia, y bajé despues de la mujer á quien he comparado con un haz de avena, y que no se movió hasta que su cesto hubo llegado al suelo. Los viajeros no tardaron en desaparecer unos tras otros; con ellos los equipajes