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DAVID COPPERFIELD.

de la verdadera stunning ale. Cuando lo hube bebido, se acercó á mí la mujer, y me devolvió mi dinero dándome un beso, un poco por compasion y otro por admiracion : seguro estoy que tenia un corazon excelente.

Se me puede creer que no exagero ni la mezquindad de mis recursos, ni las dificultades de mi vida. Afortunadamente trabajaba tarde y mañana con mis compañeros, y pronto acabé por estar tan mal vestido como ellos. Hubiera acabado sin duda, á no apiadarse Dios de mí, por ser un ladronzuelo ó un vago, pues así que Mr. Quinion me gratificaba con un chelin, maldito el escrúpulo que tenia aquel dia en comer mas copiosamente, ó convidar á mis compañeros á un té ó café. Mi pasion favorita era la gandulería , que unas veces me llevaba hácia el mercado de Covent-Garden, donde miraba las piñas con cierta envidia; otras iba á los soportales de Adelphi, misterioso laberinto, ya del lado de una taberna, cerca del rio, punto de reunion de los carboneros para danzar alegremente. Me gustaba ser el testigo mudo de aquel baile plebeyo : ¿qué pensarian de mí los bailarines?

Acostumbréme poco á poco á aquella condicion que en un principio me habia parecido degradante, ó al menos, tal se hubiera creido á fuerza de lo bien que sabia disfrazar mi sentimiento de humillacion. Aquello podia achacarse á un cuidado que yo tenia de mi dignidad : no hubiese querido que se apercibiesen de lo que sufria y habia sufrido. Comprendí en seguida que, tratado por Mr. Quinion bajo el mismo pié que los demas empleados del almacen, haria muy mal en afectar una superioridad por mi origen : me callaba, pues, respecto á mi familia, y no buscaba otra distraccion que la que me proporcionaba el trabajo y actividad. Hiciéronme justicia sin gran esfuerzo.

Tal vez, sin embargo, mi conducta y maneras contrastaban con la familiaridad que afectaba con todos, supuesto que cuando me buscaron un sobrenombre me pusieron el de Pequeño-Hidalgo. Traté de hacer uso de mi habilidad de experto contador, tan apreciada de Steerforth, y alcancé un éxito que causó la envidia de Patata-Farinácea; hasta se me figura que cierto dia me trató de aristócrata; pero estaban de mi parte Mick Walker, un tal Gregory, jefe de los embaladores, y Tipp el carretero, que me llamaban amistosamente David.

Me parecia tan difícil escapar á aquella existencia, que al escribir á Peggoty me hubiera guardado perfectamente de revelarle la verdad y de decirle hasta qué punto era desgraciado. Me avergonzaba tambien á sus ojos, y ademas, ¿á qué causar su desesperacion, cuando ya habia tomado mi resolucion?

Las angustias de Mr. Micawber agravaban aun mis disgustos. En mi abandono me habia interesado por aquella familia : ¡cuántas veces me paseaba pensativo, llevando en el corazon el peso de las deudas del marido, calculando los recursos de la esposa! Esta preocupacion venia á turbar mi alegria aun el mismo sábado, dia en que cobraba mis siete chelines. Del sábado al domingo, las confidencias de mistress Micawber eran naturalmente mucho mas largas y expansivas; pero afortunadamente acababan siempre del mismo modo : despues de llorar á hacer enternecer las piedras, hacia una transicion y cantaba una cancion ó una balada, y Mr. Micawber á su vez, así que declaraba que su único recurso era irse á vivir á la cárcel, cenaba con buen apetito, é iba á acostarse, calculando lo que le costaria un balcon nuevo que necesitaba su casa, « si la fortuna llegaba á sonreirle. »

A pesar de la diferencia de edades, nuestras respectivas situaciones establecian una curiosa igualdad entre la familia Micawber y yo; pero se tendrá una nueva prueba de mi discrecion delicada, cuando se sepa que hubiera sido para mí un cargo de conciencia el aceptar la mas ligera invitacion para que me sentara á la mesa de aquellos que estaban en disputa continua con el carnicero y el panadero. En efecto, mistress Micawber se confió un dia completamente á mí.

— Mi querido Mr. Copperfield, me dijo, no os miro como á un extraño; así, pues, no vacilo en declararos que las angustias de Mr. Micawber llegan á lo último.

Contemplé con una dolorosa simpatía á la pobre mujer anegada en llanto, y prosiguió así :

— Si se exceptúa una corteza de queso de Holanda que ni siquiera puede darse á nuestros pobres hijos, no veo en casa nada que pueda llevarse á la boca. Me sirvo de la frase de costumbre que empleaba cuando vivia en casa de mis padres; por hábito y sin la menor intencion la empleo aun; pero, en limpio, esto quiere decir que no hay que comer en casa.

— ¡Dios mio! exclamé.

Tenia en mi bolsillo dos ó tres chelines que me