á tierra; desliamos una mirienda que nos habían preparado en el hotel la noche antes, y almorzamos como unos príncipes... sobre el duro y helado suelo.
Luego volvimos á montar , y emprendimos una subida tan áspera y peligrosa como la de la Flechere.
A las doce perdimos ya de vista el valle de Chamounix y la cadena del Mont-Blanc, y nos engolfamos en un laberinto de nieves y peñas que parecía no tener salida.
Tocamos al fin á la cumbre, señalada con una gran Cruz, y entramos en un terreno quebrado y lleno de precipicios, en cuyo fondo se veían algunas cabañas, y hasta pueblecillos de pastores...; — pero pueblos y cabañas que sólo tienen habitantes durante el verano, y que, por consiguiente, estaban ya cerrados y desiertos.
Mas no continuaré adelante sin daros una ligera idea de estos que he llamado pueblos.
Las casas son de madera, y muchas veces no descansan en el mismo suelo, sino en unos altos zancos. De este modo los torrentes, que se las llevarían en otro caso en tiempo de las grandes lluvias, pasan por debajo de ellas sin tocarles.—Sobre los techos, que son de ramas, se ven enormes piedras, puestas allí á fin de que el viento no se los lleve ; y aun asi y todo, nosotros encontramos ya hechas pedazos algunas de estas míseras viviendas.
Según avanzábamos, la senda y el paisaje eran cada vez más atroces. A nuestra izquierda abría siempre un abismo su lóbrega boca ; y allá, en una hondura que causaba vértigos, bramaba un río misterioso, que lleva el lúgubre nombre de El Agua Negra.
Asi caminamos hasta descubrir una casita preciosa, de aspecto inglés, en cuya fachada decía un letrero: Hotel de la Cascada.
Nuestra jornada había mediado.
Echamos pié á tierra, y mientras que los mulos tomaban un pienso; nos dirigimos en busca de la cascada que da nombre á aquel hotel.
La escursion era de media legua, y por un camino propio para águilas, pero el espectáculo valia la pena de tan áspera subida.
Un rio , la Barberine, procedente de una altísima montaña, se precipitaba de un solo salto sobre El Agua Negra. La violencia de la corriente era espantosa, y la altura de la cascada inmensa. Un monte de granito, labrado incesatamente por las despeñadas aguas, se había partido en dos, formando el hondo tajo en que hervían y rabiaban las blanquísimas espumas. El estruendo de esta continua catástrofe asordaba la comarca.
Nosotros nos hallábamos en un balcón de palo , osadamente construido en uno de los bordes de aquel abismo, y rolado, por decirlo asi, de tal manera, que podíamos tocar con la mano la recia columna de cristal que formaba el río en medio del aire. — Era una situación conmovedora, — y realmente el balcón se conmovía sin cesar, como si amenazase hundirse... — Era, si, una situación interesantísima; pero, desgraciadamente,