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DE MADRID A NAPOLES

Cuando bajé á Turin serian las tres de la larde. El tiempo estaba hermoso; mi espíritu se encontraba templado algo filosóficamente, y el coche me pertenecia hasta el oscurecer.

— ¿A dónde vamos? me preguntó el cochero.

— Al Cementerio, le contesté sin vacilar.

El Campo-Santo de Turin, ó sea el Cementerio Nuevo, abierto al público (¡qué frase!) en 1829, se halla situado á una media legua de la capital, á orillas del tortuoso Dora.

Cuatro galerías de arcos, revestidas do nichos, habitados en su mayor parte, encierran un vastísimo cuadrilongo, sembrado de lápidas y cruces, y dividido por una quinta galería.

Allí moran los cuerpos de cuatro hombres, cuyas almas conocí yo y traté en mis pasados tiempos de estudiante, por haber ido á buscarme á Guadix, adheridas á las hojas de algunos libros.

Estos libros se llamaban Las veladas de San Petersburgo, Le mie Prigioni, Francesca de Rimini, Eufemio di Messina, Ensayo sobre lo bello, Eljesuita moderno, Mérope, Agamenón y Mirra.

Dicho se está pues, que los hombres de que hablo, y cuyas tumbas visité ayer tarde, son el conde José le Maistre, Silvio Pellico, el abale Gioberti, y Víctor Alfieri.

En punto á Monumentos artísticos, el único digno de mención que encierra aquel Campo-Santo es el de Pier Dionigi Pinelli, dos veces ministro y otras dos presidente de la cámara popular de Turin. — Este sepulcro es obra de G. Albertoni.

Finalmente, el conserge del establecimiento me dijo que se trataba de ensanchar aquella vasta necrópole, añadiéndole nuevas galerías de nichos; y esto me hizo volver á reprobar el sistema de inhumación que se emplea generalmente en nuestra época.

— ¡Ilusos mortales! murmuré en mis adentros... ¿Adonde iréis á parar por este camino? ¿Tratáis de construir nna casa para albergar á cada difunto? ¿Creéis posible retener sobre la tierra á todas las generaciones? ¿No se os ocurre que si ensancháis los cementerios á medida que se vayan poblando, llegará un día en que las ciudades de los muertos serán más grandes que las de los vivos? Y después... ¿qué sucederá? Que los cadáveres ocuparán todos los campos; que llegarán á las puertas de nuestras capitales; que nos echarán de nuestras casas; que cubrirán toda la superficie del globo...

¡Oh, cese ya tanta locura! ¡Dejad comer á la hambrienta tierra! ¡No quebrantéis las leyes naturales! —¿Quién puede asegurar que el oidium, el cólera, el trastorno que se nota en las estaciones, las nuevas ideas que tanto os intimidan, los fenómenos morales que os asustan, la decadencia de las bellas letras, la escasez de algunos metales preciosos, y hasta la carestía de los inquilinatos, no consisten en que la madre tierra echa de menos su ración de carne humana?

¡Quién lo sabe, señores, quién lo sabe!...