Montereau es una de las últimas glorias de Napoleon I. En 1814 derrotó allí á los aliados. ¿Quién no recuerda aquella campaña en que batió cuatro ejércitos y alcanzó doce victorias en treinta dias? ¿Quién no recuerda aquel supremo esfuerzo de desesperacion que costó noventa mil hombres á un enemigo tres veces más numeroso que sus tropas, y que á él le costó el Imperio, á pesar de no haber sufrido un solo descalabro?
No: los aliados no le vencieron. Ellos luchaban ya contra un cadáver galvanizado. Napoleon el Grande no se vió rendido ni tuvo que retroceder sino dos veces: en España, delante de nuestros padres, y en las estepas de Rusia, delante de los rigores del invierno. — 1814 y 1815 son las convulsiones del águila moribunda.
Pero hénos en Fontainebleau. Ved allí sus bosques y sus palacios.
Verdaderamente, es una perspectiva encantadora... — ¡Y cuántos recuerdos desde Luis el Jóven hasta Francisco I; desde Luis XIV y la Maintenon hasta Bonaparte despidiéndose de la Guardia imperial! — Allí Pió Vil...
Pero se marcha el tren. Supongo que estais enterados de la prisión que sufrió allí aquel Papa por órden del primer Napoleon... — Con que volvamos al coche.
Mas allá de Fontainebleau, hube de admirar aun el Castillo de Vaux, recuerdo del infortunado Fouquet, y la graciosa posicion de la ciudad de Melun, tan célebre en la antigua historia de Francia.
A eso de las cinco de la tarde, y despues de pasar por un sorprendente Viaducto de veinte y ocho arcos, de diez metros de anchura cada uno, el paisaje llegó á un inconcebible grado de animación y de hermosura. — Las quintas, los palacios, los jardines se sucedian ya sin interrupcion — Los campos aparecian tan poblados como una ciudad, y eso que aún faltaban bastantes leguas para llegar á París. — Por todas partes no se veia más que belleza y lujo, como en un Parque Real, ó como si todo el Departamento del Sena fuese una finca de recreo.
¡Cómo se adivinaba la proximidad de la opulenta metrópoli, de la gran capital, de la fastuosa Lutecía! — Asi, en la antigüedad, las grandiosas villas diseminadas por la campiña de Roma, anunciarian al viajero, con muchas horas de anticipacion, que se acercaba á la Ciudad que era entonces lo que es París en nuestra época (por mas que lo nieguen ó sientan los ingleses y los alemanes): la reina del universo.
El tren pasó por último al través de la recia muralla que rodea á la capital.
Mas de veinte convoyes, que entraban ó salian en aquel instante, rugian ya á nuestro alrededor.
Habíamos llegado á uno de los centros más importantes del movimiento humano.
Yo no pudiera daros una idea del número de máquinas y coches, ni de la cantidad de rails, traviesas, carbon y otras materias que ví al paso en los inmensos almacenes que cercan la estacion. Asombraba que el