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DE MADRID A NAPOLES


¡Como si el alma no existiera!

Volvamos á las dos entretenidas. — Y perdonadme que me detenga en la consideracion y análisis de cosas al parecer tan despreciables y baladis como estas pobres mujeres sin conciencia; pero ellas son el punto gangrenoso de un mal que vamos estudiando, yaque no sean la raiz del mal mismo; raiz que está mucho mas honda en las entrañas de la nuestra flamante civilizacion. Dejadme, sí, tender los hilos de mi tela de araña, en la cual atraparemos al final de este capítulo una importantísima idea.

Aconteció, pues, que las dos damas de los pies mojados decidieron en su alta sabiduría bajar de nuevo al jardín é instalarse, no muy lejos de nosotros, al lado de otra mesa, donde al poco rato les sirvieron el almuerzo.

Nada es más fácil entre franceses que no se conocen que entablar conversacion y hacerse íntimos amigos.

La mesa de las parisienses estaba al sol; la nuestra á la sombra. Propusímosles, pues, galantemente cambiar de sitio.

Primero se resistieron; pero instamos nosotros... y al fin se transigid la cuestion trayendo ellas sus platos á nuestra mesa... bajo las siguientes condiciones:

— Según nuestras noticias (nos dijeron), ustedes piensan permanecer aquí todo el dia. Nosotras teníamos el mismo plan. Pero ustedes nos estorban sobremanera, puesto que contábamos con estar solas y no oír, siquiera durante un dia, el empalagoso lenguaje del amor. Si ustedes nos prometen solemnemente no hacérnosla corte y tratarnos como si fuéramos dos antiguos amigos suyos, nos avenimos á almorzar con ustedes y á que pasemos todo el dia reunidos dando vueltas por esos campos.

Nosotros juramos no hablarles una palabra de amor y tratarlas como si no nos gustasen ó como si fuesen hombres.

Juntamos, pues, los almuerzos, que se mejoraron al reunirse: bebieron ellas vino hasta dejarme asombrado: tomamos todos café : aceptaron cigarros, sin duda para representar mejor su papel masculino: pidiéronnos permiso para peinarse: se lo otorgamos: subieron á sus habitaciones; y al cabo de unos momentos volvieron á bajar, tan compuestas y lindas, que daba gloria verlas; con mangas y puños limpios, con preciosos sombreros, con elegantes sombrillas, aristocráticos guantes, fantásticos abrigos, y todo el aire, en fin, de unas verdaderas heroínas de novela.

A pesar de nuestro juramento, les ofrecimos el brazo , que ellas aceptaron maquinalmente, con lo cual salimos al campo por la puerta de la huerta, y empezamos á andar á la ventura, dirigiéndonos siempre á la verde montaña que limitaba el horizonte.

Yo no cesaba de acordarme de Paul de Kock.

Nuestras compañeras iban contentísimas, locuaces, verdaderamente inspiradas.