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DE MADRID A NAPOLES

tablecido al aire libre, á pocos pasos de la morada de la enferma, me distrajeron un instante de mi propósito.

La orquesta tocaba un potpourri de los más apasionados y tiernos aires de Donizetti.

Yo me detuve allí como magnetizado por aquellos cantos tan conocidos y siempre tan amados, que me recordaban muchas temporadas de Teatro Real, muchas noches de ilusión desvanecida , y todos los afectos y todas las personas que se relacionaban con aquellos tiempos y con aquella música....

Y pensaba también en que la joven duquesa estarla escuchando desde su lecho de agonía aquellos mismos ecos de sus pasadas agitaciones, aquellos suaves cánticos que compendiaban la existencia que iba á perder, aquellas voces de amor que le recordarían su largo reinado sobre las almas de cuantos la conocieron y á quienes ya no volvería á enagenar su hermosura... ¡Oh! ¡Qué melancólicamente resonarían en su corazón aquellas armonías, más duraderas que la vida mortal, y que parecían anunciarle que «después que ella desapareciese, todo seguiría en la tierra tal como lo había conocido, y que aquellas patéticas melodías, en que ella escuchaba el adiós del mundo.... presidirían otros amores, otras fiestas, otros encantos!»...

— ¡Feliz ella (murmuré para mi mismo, si estas voces fugaces le hacen pensar en la vanidad de las cosas humanas, ponen en su espíritu una mística abnegación de toda felicidad terrena, y lo levantan á la aspiración de más grandes y perdurables alegrías! ¡ Feliz ella, si considera estos cantos como el ruido de una tempestad que se aleja, y presta oído atento á los himnos de la Inmortalidad, cuyas doradas puertas verá dibujarse entre desgarradas nubes en el lejano oriente de otra vida!...

Pensando de esta manera, me aparté del concierto, y penetré en el Hotel de Alba.

Hacia dos minutos que la duquesa había expirado.

Su muerte había sido envidiable por la resignacion cristiana con que aquella mujer sublime la vio llegar..., y todavía, todavía en aquel momento , escuchaba yo desde lo interior del palacio los postreros acordes de aquel aria final de Luchia que empezaron á tocar cuando el alma de la duquesa se hallaba aun en este mundo!...

Dos días después se verificó el entierro.

La emperatriz se hallaba en la Argelia con el emperador hacia dos semanas. .

El entierro de su hermana no fue, pues, otra cosa que el homenaje que las casas de Alba y de Montijo y todos los españoles que se encontraban á la sazon en París rindieron á la idolatrada prenda que habían perdido.

Y en verdad que era solemne aquel largo cortejo extranjero que atravesaba los Campos Elíseos con dirección al templo de la Magdalena, por