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DE MADRID A NAPOLES

mentar, con la ausencia de sus lujos, su triste suerte de haber sido vendida como una esclava.

El tren avanzaba en tanto, siempre por la margen francesa del Ródano. Una maravilla sucedía á otra. Los peñascos y las nubes se miraban, como en tersos espejos , en mil pequeñísimos lagos producidos por las destilaciones de las montañas.

A veces se turbaba la apacible serenidad de aquella amorosa naturaleza, y el paisaje aparecía rudo, austero, pedregoso, como las ruinas de colosales templos.

Eran los vestigios de antiguos terremotos que, dislocando los montes ó removiéndolos de sus anchas bases, habían descubierto las áridas entrañas de la tierra, dejando ver la cuna de los metales ó la misteriosa estratificacion que revela á los geólogos las vicisitudes del planeta.

Y por todas partes, lo mismo en la choza de paja del pastor que en la casa de madera del cortijero; asi en la estacion del ferro-carril como en la graciosa quinta del hombre acaudalado, seguíamos viendo cruces ó imágenes sagradas, signos piadosos de una fe sencilla, exaltación espontánea de una creencia indestructible.

Facilisímamente me esplicaba yo que entre la atea Francia y Ginebra la politeísta, subsistiese semejante fervor religioso. — Todos los pueblos de montaña son espiritualistas, místicos, afectuosos y buenos, por una especie de ley física. El hombre que vive en el seno de una poderosa y salvaje naturaleza, lidíando siempre coa todo el furor de los elementos y con el rigor de las estaciones; rodeado de peligros; luchando hoy con la inundacion, mañana con la avalancha; obligado á salvar el abismo sobre un puentecillo de madera que le derriban cien veces los temporales; forzado á permanecer días y días dentro de su cabana, enterrada bajo la nieve; testigo á todas horas de las maravillas de la creacion; penetrado, como debe de estarlo, de su flaqueza y nulidad al lado de tanta fuerza y de tanta vida como le salen al encuentro por todas partes...; este hombre, digo, no puede desechar de su alma el temor de Dios.

¡Oh, sí! el hombre de la llanura, el morador de poblaciones que se enseñorean de tal ó cual comarca en que no figuran los grandes fenómenos terrestres, puede infatuarse con sus mezquinas edificaciones y creerse un Dios ó cosa parecida. Sus palacios y sus monumentos le parecen enormes porque no vé cerca de ellos nada superior con qué compararlos. Pero colocad la catedral de San Pedro de Roma ó el Palacio de Cristal al pié de Mont-Blanc ó del Himalaya, y vereis cómo la obra humana os inspira solamente una ligera curiosidad, mientras que la obra divina os hace admirar, respetar, temer y rendir culto al Dios omnipotente...

Mucho más pudiera discurrir acerca de esto. Pero el tren penetra en Suiza, y no es cosa de distraernos en un instante tan deseado.