apareció ante su imaginación y le llenó de tristeza. «Al fin y al cabo —se dijo— son jóvenes; tienen más dinero que yo, y viven allá porque se les antoja. ¡Pobres chicos!» Para convencerse de que era imposible salir á la calle, asomóse un instante á la ventana y se puso á contemplar, con melancólico mal humor, el espectáculo que la gran ciudad ofrecía en esa mañana de enero.
El cielo estaba gris y glauco, cual una inmensa sábana de substancia líquida. La nieve caía en copos menudos, blanqueando los techos de las casas y dando á la capital un aspecto de aldea fantástica ó de paisaje de ópera cómica, somnoliento y letárgico. En el aire flotaba un escalofrío de Navidad inglesa; una monotonía de cántico de día de los Santos; algo que era majestuoso, vago y tierno, como los cuadros en que se mueven las figuras de Dickens y las evocaciones de Hoffmann.
Robert trajeábase ante el espejo de su tocador, preguntándose siempre lo que