que estaban junto á ellos no eran simples cocotas.
— ¿No me hablas más de tus mujeres incapaces de tener hijos? —decía Liliana al más joven, acariciándole las manos, mientras Margot estrechaba las del otro, preguntándole su nombre.
Los sensuales violines de la orquesta húngara habían comenzado á modular, en el fondo de la sala, sus quejas prolongadas de lascivia, de pereza, de pasión y de espasmo.
— ¿Queréis venir todos á casa? —interrogó la Mu ñeca á eso de las tres de la madrugada.
Los chicos se miraron las caras, indecisos, como consultándose el uno al otro. Al fin uno de ellos dijo á su compañero:
— Si quieres...
Y el otro, enloquecido por las caricias de Margot, que le había echado el brazo al cuello y que, con la punta de la lengua, le lamía la oreja, repuso que sí...
— ¡Oh, sí!... —(tímidamente).