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IV
Cuando Carlos entró en el salón, vestido de negro, con el sombrero en la mano, muy pálido y muy grave, Liliana no pudo menos de sonreir con una malicia visible.
— Señor de Llorede —le dijo,— siéntese Ud. aquí, á mi lado.
En seguida, sin darle tiempo para recitar el discurso de condolencias que su buena educación iba sin duda á dictarle, continuó:
— Seguramente le habrá parecido á Ud. extraño que le haya hecho llamar hoy mismo; pero estoy tan aturdida y tengo tan pocos amigos verdaderos, capa-
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