Roja de cólera, Liliana saltó del lecho, diciendo en voz sorda:
— ¡Cobarde! ¡Cobarde!... Todos los hombres son cobardes... Y luego hablan de amor... Y cuando tienen miedo huyen... ¡Cobarde!
— Yo sufro por lo menos tanto como tú —repuso Llorede sollozando—, porque te quiero más de lo que un ser humano puede querer en este mundo; y si el peligro me amenazase á mí sólo, le esperaría á tus pies, dichoso de padecer por ti todos los martirios de la tierra. Pero la amenazada eres tú, Lili, tú. ¡Si supieras en lo que pienso, no me llamarías cobarde!... ¿Para qué quiero yo la vida alejado del lugar en que vives!... ¡Y me llamas cobarde!...
— ¿Piensas abandonarme? —repitió la marquesa.
— Yo no pienso en nada; yo sufro. Ordéname lo que debo hacer, puesto que soy tu esclavo.
— No me dejes, Carlos..., no me dejes.