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tintos de los comunes y en el fondo de los cuales se encuentra siempre un grano, siquie- ra sea pequeño, de genial insaníal Ningún ejemplo más adecuado para ilustrar este aser- to que el de nuestro tema. En 1876 el doctor Avellaneda, ya presidente de la república, regresa a su ciudad natal después de larga ausencia. Imaginaréis el exultante regocijo de amigos y parientes tucumanos al recibir ese huésped, ya ilustre, que salía desconocido de la bella ciudad provinciana diez y nueve años antes, en busca del áureo vellocino de la celebridad. Los agasajos cordiales, las visi- tas dadas y devueltas se suceden en serie in- termimable, y los corazones, dilatados por el cariño, se abren de par en par a todas las confidencias. Una de las tías del doctor Ave- llaneda, matrona inteligente y culta, de hol- gada posición pecuniaria y con hijos ya logra- dos, persona, por lo tanto, mimada por la dicha, según todas las apariencias, confiésale
al sobrino, en un rapto de íntima expansión,
