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ser la más desgraciada de las mujeres. Como en el consultorio de un médico, la afligida señora enumera con prolijidad los síntomas del incurable torcedor que la roe: cavilacio- nes sin causa suficiente, tristezas inmotiva- das, pesadillas espantosas, la obsesión tenaz de la muerte, breve, todo el cuadro sintomá- tico de una probable neurastenia aguda. El doctor Avellaneda escucha a su tía con pa- ciencia evangélica, y, puesto en el trance ine- vitable de enjugar las lágrimas de la dama, recuerda oportunamente que la explicación consuela, que el mal de muchos es siempre más llevadero, y sale del paso convenciendo a la señora de que es esa una dolericia de familia de la cual él mismo se siente atacado. He aquí las últimas frases del extraño y cu-
rioso diálogo entablado en esa ocasión :
— Yo conozco su enfermedad, mi tía. La sufro también.
— ¿Tú también ?
— Sí, mi tía. Todos somos Huidobros... las per-