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atraerle simpatías y ganarle adeptos. Muchos se preguntaban con asombro cómo el presi- dente, en medio de las graves ocupaciones que lo absorbían, hallaba tiempo aun para dar bienvenidas, enviar obsequios de flores y hacer multitud de esas pequeñas atencio- nes que tanto halagan el amor propio de la gente. No sospechaban, por cierto, que la di- ligencia de misia Carmen estaba siempre de guardia, como un centinela avizor, para ha- cer quedar bien a sa marido, y que éste, con la mayor frecuencia, se veía obligado a reci- bir, sin pestañear, el reconocimiento por fine- zas que, si podían serle agradecidas en el pensamiento, no merecían serlo en la ejecu-

4 ción.

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Conocemos ya el saloncito de misia Car- men, situado en el fondo del patio andaluz,