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afectuosa esquela, y, para agradecer una aten- ción de la amiga, envíale de regalo... ¿qué supondréis? ¿ Flores, algún objeto de arte o de ornato, una obra de mano de labores feme- ninas? Nada de eso. Algo que, en su tacto finísimo de mujer superior, comprendía que iba a llegar más adentro en el alma de la se- ñora: una reliquia piadosa de mérito. He “aquí el otro caso. El cónsul francés en Bue- nos Aires, M. Dudemaine, vió una vez lle- gar hasta su oficina a una compatriota, viuda y con cinco hijos pequeños. Persona distin- guida y con parientes en Francia que podían recogerla, pero destituída totalmente de re- cursos, solicitaba con apremio su inmediata repatriación. Careciendo de fondos para aten- der el pedido hallábase el cónsul perplejo y desconcertado, cuando, de pronto, un caba- llero allí presente, el doctor Emilio Daireaux, concibió y puso en práctica una idea salva- dora: