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de dar en ella algunos golpes: es tan extraña, tan grande, tan redonda...
Sanista se sonrió de nuevo.
Sazonka, por fin, se levantó. Era de elevada estatura. Su copiosa cabellera rizada le cubría la cabeza como un gorro. Sus ojos grises dirigían alrededor miradas fulgurantes, y se diría que reían.
—¡Bueno, hasta la vista!—dijo con acento cariñoso.
Sin embargo, permaneció inmóvil. Quería manifestar a Senista su afecto con alguna nueva fineza, hacer algo después de lo cual no temiese ya Senista quedarse solo y pudiera él marcharse con la conciencia tranquila.
Con visible embarazo, lleno de una cómica confusión infantil, se agitaba, sin acabar de despedirse. Pero Senista puso fin a sus vacilaciones.
—¡Hasta la vista!—dijo con su voz atiplada.
Y, como un personaje, sacó la mano de entre las sábanas y se la tendió a Sazonka.
Precisamente aquello era lo que le faltaba a éste para irse con la conciencia tranquila. Cogió de un modo respetuoso con su manaza los tenues dedos del muchacho, los oprimió ligeramente y, suspirando, los soltó. Había algo triste y enigmático en el hecho de estrechar aquella mano flaca y cálida, como el reconocimiento implícito de que Senista era, no ya igual a todos las hombres, sino superior, más importante, pues dependía a la sazón de un amo desconocido, pero grande, todo po-