zonka dejaba, al pasar, las huellas negras de sus botas.
Llegado a la orilla del río, se tendió boca arriba en un pequeño hueco cubierto de hierba y cerró los ojos. El aire estaba inmóvil y era caliente como en un invernadero. La luz del sol, en ondas ardientes y rojas, atravesaba los párpados. En el cielo azul se cernía, cantando, una alondra. Era grato respirar aquel ambiente primaveral y no pensar en nada.
El riachuelo, salido de madre días antes a causa del deshielo, había tornado a encerrarse en sus límites y corría plácidamente como un estrecho arroyo. Sólo en la orilla opuesta se veían vestigios de la reciente crecida: enormes pedazos de hielo agujereado yacían unos sobre otros, exponiendo su superficie blanca a los rayos implacables del sol, que, como cuchillos, los horadaban sin cesar.
Sazonka, medio dormido, tocó de pronto un envoltorio.
Era el regalo,
Se incorporó bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Había olvidado completamente el paquete, en tierra junto a él, y lo miraba con ojos atónitos, antojándosele que había ido allí solo y se había acostado a su lado. Hasta le daba miedo tocarlo.
Estuvo un rato contemplándolo, fija, obstinadamente, y una piedad enorme, penetrante, una terrible cólera contra sí mismo, se apoderó de él.